De carácter nacionalista o no, tenemos que aceptar que, al menos en lo que refiera a la bandera y escudo nacional, los mexicanos tenemos buen gusto. Son contados los países cuyo lábaro patrio integra elementos provenientes de la naturaleza, y menos aún son aquellos que eligen que su emblema nacional retrate una escena de vida silvestre. De hecho, haciendo un rápido repaso de banderas del mundo, es posible que México sea la única nación que ha optado por una insignia con relevancia biológica.
Hasta donde alcanzan mis pesquisas, en solo trece banderas nacionales alrededor del orbe aparecen aves (es decir apenas el 6% de los 194 países independientes reconocidos por la ONU). A saber: águilas de diversos tipos en la de México, Egipto, Zambia, Kazajistán, Serbia y Albania. Ecuador, cóndor de los Andes; Guatemala, quetzal; Papúa Nueva Guinea, ave del paraíso; Dominica, loro imperial; Kiribati, Fragata; Uganda, grulla real gris; Zimbabue, pájaro de Zimbabue. En unas cuantas más aparecen otras clases de animales, por ejemplo: leones en la de España y Sir Lanka, ganado en la de Andorra, las Islas Malvinas y otros pocos protectorados.


Pero que yo sepa, serpientes solo en la mexicana. Y no se trata de cualquier serpiente, sino de una víbora de cascabel. No solo eso, sino que con toda certeza puedo decretar que nuestra bandera es la única en la que se plasma una estampa de la cadena alimenticia: esa orgullosa águila devorándose a la serpiente postrada sobre un nopal.
¿Qué significado ulterior tiene esto? ¿Qué designios se ocultan en el hecho de que en nuestro escudo nacional le rindamos pleitesía a la red trófica de los matorrales? ¿Habrá influido de algún modo tal singularidad en que figuremos como una de las naciones más sanguinarias del planeta? Me resisto a creerlo. ¿Pero no acaso eso son las banderas? ¿Símbolos de lo que nos identifica? ¿Íconos de lo que nos representa?
La pregunta obligada entonces: ¿a qué especies pertenecen esos animales que nos representan?… según se cuenta, estampa que refleja la leyenda clásica de la fundación de Tenochtitlán.


El consenso generalizado, y estipulado en las páginas oficiales del gobierno, es que las especies que integran el lábaro patrio son un águila dorada, Aquila chrysaetos, y una serpiente cascabel de cola negra, Crotalus molossus. Con respecto a la serpiente no parece existir mayor debate, pues esta especie de cascabel es considerablemente abundante en el Valle de México; sin embrago, desde los años sesentas, algunos ornitólogos destacados, como Rafael Martín del Campo, han cuestionado la identificación del ave; o, al menos, lo han hecho con respecto a aquella que pudo haberse presentado frente a los migrantes provenientes de Aztlán.
El principal problema tiene que ver con la distribución natural y los hábitos del ave en cuestión. Las águilas doradas son típicas del hemisferio norte de la Tierra, particularmente de los ecosistemas de alta montaña, se han registrado pocos avistamientos de la especie más al sur que Sonora y, aun cuando sería teóricamente plausible que algún ejemplar despistado haya llegado a aparecerse por el Valle de México, lo más factible es que no hubiera descendido hasta los islotes de los humedales y mucho menos detener su vuelo sobre una cactácea.


El segundo problema es la relación de tamaño, «o se trataba de un águila bebe, o de una serpiente gigante». Las águilas doradas son animales corpulentos, su envergadura rebasa con facilidad los dos metros de largo con las alas extendidas. Por lo que, si tomamos en cuenta que las serpientes de cascabel de cola negra —las más grandes de este tipo que habitan en la región— rara vez sobrepasan el metro veinte de longitud, se hace evidente que existe un conflicto de escala.
¿Entonces qué es? Martín del Campo piensa que podría tratarse de un quebrantahuesos mexicano, Caracara cheriway; un ave de presa de tamaño mediano que antiguamente predominaba en la cuenca del Anáhuac.
Otros biólogos opinan que la identidad del plumífero patriótico responde más probablemente a la de un gavilán. Podría tratarse o bien una aguililla de cola roja, Buteo jamaicensis, o una aguililla de Harris, Parabuteo unicinctus; ambas especies también referidas comúnmente como halcones, de presencia habitual en el Valle de México y que no es infrecuente observar paradas cerca o sobre nopaleras en espera de que aparezca una presa tentadora. Por cierto, que ambas especies, incluyen serpientes y otros reptiles dentro de su menú habitual.



Dejando de lado la controversia de identificación taxonómica, y tras haberlo meditado un poco, me parece que, más allá de recapitular el mito fundacional de los hijos de Aztlán, nuestro lábaro patrio atina a reflejar de manera fidedigna dos cosas que distinguen a nuestra nación: por un lado, la abundancia de serpientes que pululan en toda la extensión del territorio mexicano y que, sumando unas 440 especies distribuidas en 11 familias, nos elevan al primer lugar a nivel mundial en diversidad de dichos organismos –siendo precisamente las cascabeles uno de los grupos más representativos (con 46 especies presentes, varias de ellas endémicas, también el primer lugar a nivel mundial en lo que refiere a diversidad).
Por otro lado, lo que creo que también captura de manera genuina nuestro escudo nacional es la cuestionable relación que hemos entablado con los vertebrados sin patas y sus parientes más cercanos. Llamémosle sincretismo cultural o herencia de los evangelizadores ibéricos, pero lo cierto es que desde su constitución en 1810 en México nos hemos dedicado a matar reptiles y anfibios. En especial serpientes, pero también lagartijas, abronias, varicias, helodermas, gekos, sapos y salamandras, organismos a los que las creencias populares designan, casi siempre de manera injustificada, como peligrosos.
Y a los que no sacrificamos por ese temor que nos provocan, nos los comemos desde tiempos mesoamericanos: tortugas marinas junto con sus huevos; iguanas, garrobos y ajolotes en tamal; ranas, cocodrilos y tortugas de río en mole, e incluso, como bien lo significa el águila en nuestra bandera, a las víboras de cascabel. Usanza puesta en práctica en la actualidad a lo largo y ancho de la República mexicana, sobre todo en los estados centrales y norteños, donde su carne seca se utiliza como aderezo de guisos y caldos, o fresca y tatemada a la braza para rellenar tacos o bien macerada de cuerpo presente dentro de destilados de agave. Así que quizás, a fin de cuentas, nuestra bandera sí nos representa: somos nosotros, los que comemos víboras de cascabel.



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