Surcar los aires, desplazarse a través del fluido que respiramos, recorrer grandes extensiones de terreno sin la necesidad de tocarlo. La locomoción aérea —obsesión de la humanidad desde que se guarda memoria— representa una habilidad tan notable y ventajosa para las criaturas que dominan sus prodigiosos secretos que ha surgido de manera independiente, y en cada una de las ramas del árbol filogenético, numerosas veces a lo largo de la historia evolutiva. Por Andrés Cota Hiriart con ilustraciones de René Villanueva Maldonado.
Los dinosaurios volaban del mismo modo que hoy en día lo hacen sus descendientes directos y parientes más cercanos: las aves. Aquellos reptiles gigantes de eras pasadas, como los icónicos pterodáctilos, también eran diestros aeronautas, tal y como actualmente lo son algunos representantes contemporáneos del grupo, incluyendo unas cuantas serpientes. Murciélagos, colugos y ardillas por el lado de los mamíferos; ranas y salamandras arborícolas por el de los anfibios; arañas de clases variadas e innumerables tipos de insectos ––entre ellos escarabajos, mariposas, abejas, avispas, libélulas, moscos, moscas y mantis––. De hecho, tan solo tomando en cuenta la deslumbrante gama de invertebrados con capacidades aéreas, podríamos concluir que en el reino animal es más común volar que no hacerlo y que los voladores se imponen por una diferencia apabullante.
De forma similar, árboles y hongos se aferran a las ráfagas de viento para transportarse, al menos cuando son semillas o esporas (según sea su condición existencial) y se disgregan por el firmamento valiéndose de estructuras aerodinámicas para abarcar grandes distancias, tan extensas que en ocasiones llegan a atravesar de esta manera el océano y brincar de un continente a otro. Ni qué decir de las bacterias, que se dispersan por el aire hasta tocar las propias nubes. Es más, incluso algunos organismos que habitan en la fracción sumergida del planeta son capaces de emerger del medio líquido y planear sobre las aguas antes de volver a zambullirse, y no nos referimos nada más a los conocidos peces voladores, capaces de surcar así cientos de metros, sino también a unos cuantos calamares.
Quizá podría formularse la objeción de que planear no es lo mismo que realizar un vuelo activo y que, por consiguiente, no es justo otorgar el título de «fiera voladora» a aquellas criaturas que se limitan a saltar desde un punto estático para, tras quedar suspendidos en el aire cual ala delta por unos instantes, aterrizar sobre otro. Y hasta cierto grado se estaría en lo correcto: siendo estrictos, estamos ante dos fenómenos de locomoción distintos, uno que permite avanzar, virar y retroceder a voluntad sobre la columna de aire, y otro a merced de las condiciones climáticas (así como de la destreza y adaptaciones con las que se cuente para aprovechar las corrientes al máximo y, dejándose arrastrar por ellas, acariciar el sueño del revoloteo). Pero entonces, ¿de qué manera referirse a la proeza que consiguen concretar ciertas entidades vivientes, como semillas diversas y también algunas arañas, que simplemente planeando son perfectamente capaces de superar una extensión tan vasta como la del océano Atlántico? ¿Cómo entender tal tipo de hazaña de aviación bilógica, que no sea reconocer que, de algún modo, en efecto vuelan?
Siguiendo por ese cauce: ¿dónde se encuentra la frontera entre planear y volar? ¿Se trata de una cuestión de distancia?… Imposible, dría yo, pues muchas aves ni siquiera cuentan con la facultad de poder cubrir la distancia que se interpone entre tierra firme y las islas más cercanas, ya no digamos la que separa a un continente del otro (como las semillas y arañas mencionadas), y nadie pondría en tela de juicio que vuelan.
¿Se tratará entonces de una cuestión de navegación? ¿La frontera subyace en la posibilidad de cambiar el curso a lo largo del trayecto? Tampoco me resulta una respuesta del todo convincente, pues un gran número de criaturas planeadoras pueden modificar su trayectoria en mitad del aire a merced, algunas inclusive ganando altura durante sus saltos, y aun así bajo la concepción clásica no se les otorga el grado de voladoras.
En ese caso, ¿quizás el tiempo de vuelo, el periodo que puede pasarse perchado a las ráfagas de viento? Volvemos al mismo punto que tratándose de la distancia. ¿La altura ganada? Ningún vertebrado está habilitado para alcanzar la estratósfera, como sí lo hacen las bacterias. ¿Sofisticación o elegancia en el desplazamiento? Considérese la figura de un palomo con sobrepeso antes de emitir la respuesta.
Estamos, pues, ante un nudo más ceñido de lo que aparentaba en un principio. Un dilema cuya resolución tendrá que ver con las conjeturas del observador. Si usted, como yo, secunda la moción de que los papalotes vuelan, entonces no hay motivo de fondo para seguir elaborando el argumento y podemos dar el asunto por zanjado.
Si no es así, entonces tómese en cuenta que existe una diferencia significativa entre planear por unos metros y hacerlo a lo largo de cientos, en especial si la distancia se toma en relación al tamaño corporal del organismo. Por ejemplo, el grácil Draco volans, lagartija oriunda de los bosques húmedos del sureste asiático, con unos quince centímetros de largo, es capaz de planear más de cien metros entre una copa y otra del dosel forestal, lo cual sería equiparable a que un humano pudiera hacer lo propio a lo largo de un kilómetro, longitud que supera con creces las marcas de nuestros primeros hitos aeronáuticos. Por lo que, de persistir en la postura de que estos lagartos y el resto de las criaturas planeadoras no merecen el título de «fieras voladoras», habría que cuestionar también la hazaña de los hermanos Wright, así como las de buena parte de los demás pioneros de la saga del vuelo homínido.
Lo que sí sería aconsejable es llegar a un consenso o definición de vuelo que resulte un poco más eficiente para la zoología que aquella que ofrece la Rae, ya que en las quince acepciones incluidas en la entrada correspondiente a volar sólo se hace referencia a las aves; como si los murciélagos o las mariposas no volaran en toda la extensión del término, o que un nutrido catálogo de organismos diversos no desafiaran la gravedad realizando trayectorias por los aires tipo cometa que nada tienen que ver con el tiro parabólico; pareciendo más bien un modo peculiar de locomoción aérea que de salto asistido por las condiciones medio ambientales.
Pero dejémonos las tribulaciones y minucias conceptuales de lado, aceptemos las ambigüedades y limitaciones del lenguaje, quizás decantándonos por ese borrascoso término «vuelo pasivo» que empelan algunas disciplinas zoológicas, y abramos el bestiario de los animales voladores menos favorecidos por las modestas concepciones humanas, varios de los cuales habitan en las selvas del Sureste Asiático e Indonesia, entornos húmedos y exuberantes (aunque cada día más degradados por nuestra especie), donde se localizan los árboles tropicales más altos del planeta.
Colugo, Cynocephalus volans y Galeopterus variegatus
Los colugos o dermópteros son un orden de mamíferos placentarios ampliamente representados en el registro fósil, de los cuales en la actualidad sobreviven sólo dos especies: Cynocephalus volans, endémica de las selvas filipinas, y Galeopterus variegatus, cuya distribución es un tanto más amplia, abarcando las junglas del sureste asiático e Indonesia. Aunque también son conocidos popularmente como «lémures voladores», en realidad no forman parte del grupo de los primates, sin embargo, sí son sus parientes cercanos —se estima que el último ancestro en común entre ambos grupos se extinguió hace ochenta millones de años—.
Se trata de criaturas de hábitos nocturnos, sumamente huidizas y, exceptuando a los murciégalos, los mamíferos con capacidades más sobresalientes para el vuelo. Cuentan con extensos pliegues de piel entre sus extremidades —estructura membranosa denominada como «patagio»— que distienden y utilizan a la manera de un papalote durante sus vuelos. De hecho, cuando se encuentran completamente distendidos en el aire, su contorno da la impresión de conformar una especie de paracaídas pentagonal: la delgada capa de piel proyectándose desde la cabeza hasta las cuatro extremidades, como si se tratase de un ala delta, e integrando una superficie aerodinámica que les permite planear por más de cien metros entre el dosel forestal —más o menos la misma extensión que tiene un campo de futbol profesional—.
Presentan ojos muy grandes en relación con la cabeza y conspicuos dientes tipo cepillo con los cuales roen las hojas y los frutos de los que se alimentan. Como dato curioso podríamos adicionar que el proceso de biomimesis que dio origen a los trajes de paracaidismo empleados para los impresionantes saltos base desde las montañas, se basó precisamente en estos organismos.
Petauro del azúcar, Petaurus breviceps
Ocupando el mismo nicho ecológico que los colugos, pero oriundos de Australia y Papúa Nueva Guinea, los petauros o falangeros del azúcar —llamados así por sus preferencias alimenticias, notoriamente inclinadas hacia el néctar de inflorescencias y frutos, aunque también cazan insectos y otros invertebrados— son mamíferos similares a las ardillas voladoras, pero del orden de los marsupiales. Al igual que los colugos, cuentan con patagio (estructura de pliegues dérmicos que se distiende entre sus extremidades), si bien un tanto menos impresionante que el propio de sus contrapartes indonesias y surasiáticas, de cualquier forma les vale para poder planear por más de cincuenta metros entre las copas de los árboles.
El terso pelaje que los envuelve es gris por la parte dorsal y blanco crema por la ventral y tienen una cola prominente, también aterciopelada, que les sirve a manera de timón durante el vuelo. Su semblante tierno, su pequeño tamaño ––que oscila entre los catorce y los diecinueve centímetros de largo–– y su relativa buena disposición para el manejo en cautiverio, les ha otorgado cierta popularidad dentro del mercado de mascotas exóticas, factor que hoy en día amenaza severamente sus números en estado silvestre.
En vida libre habitan en grupos confeccionados por seis a diez individuos, los cuales se refugian y duermen dentro de las cavidades de troncos en la selva y se estima que llegan a vivir poco más de una década; sin embargo, en cautiverio se han reportado récords para la especie de cerca de veinte años.
Serpiente voladora del paraíso, género Chrysopelea
En las selvas del sureste asiático, particularmente en la región indomalaya y Wallacea, aunque también se le encuentra desde la India y Sir Lanka hasta China y Hong Kong, merodean unas cinco especies de serpientes voladoras pertenecientes al género Chrysopelea, comúnmente denominadas como serpientes del paraíso. Estos ofidios, que exhiben coloraciones vistosas en tonos verde brillante, rojo y gamas naranjas por la parte dorsal y amarillo crema por la ventral, se lanzan al vacío desde las cop as de los árboles y, una vez en el aire, realizan una transformación rotunda de su cuerpo: distienden y rotan todas las costillas hacia fuera y hacia delante al mismo tiempo, de forma que consiguen alterar notablemente su silueta, pasando de ser cilíndrica (o si se prefiere aquella habitual a las serpientes), a una especie de listón aplanado que ostenta el doble de ancho que en su posición de reposo.
Cuando adoptan dicha configuración como de listón, comienzan a contornearse tranzando formas de S o de U sobre el vacío, emulando así una danza aérea que les brinda la posibilidad de planear por más de sesenta metros y que, además, permite que puedan cambiar de dirección durante el salto. De esta manera, logran sorprender a presas desprevenidas en ramas adyacentes —mamíferos pequeños, reptiles o anfibios—, o bien, huir de depredadores potenciales como aves o varanos arborícolas.
Se trata de colúbridos esbeltos y de tamaño medio, oscilan entre los sesenta centímetros y el metro treinta de largo, y presentan dentición opistoglifa, es decir que cuentan con dientes acanalados situados en la parte posterior de la mandíbula y conectados con glándulas de veneno. En términos generales se les considera como medianamente venenosas. Debido a su temperamento nervioso y requerimientos ambientales demandantes, no resulta sencillo estudiarlas, ni en estado silvestre ni en cautiverio, por lo que ciertos datos específicos sobre su esperanza de vida y etología al día de hoy siguen siendo un tanto enigmáticos.
Lagartijas voladoras, género Draco
Las aproximadamente cuarenta y dos especies de lagartos que integran el género Draco, todas las cuales habitan en las selvas del sureste asiático y del Pacífico Sur, incluyendo Filipinas y Borneo, cuentan con amplios pliegues de piel unidos a costillas móviles que, al distenderse a la manera de abanicos laterales, crean un par de estructuras tipo vela a las que sacan provecho como si se tratase de alas semicirculares. Dichos alerones dérmicos, que se despliegan en la parte media del cuerpo y que les permite planear a lo largo de decenas de metros entre el dosel forestal (con lo cual escapan de posibles depredadores), suelen presentar gamas de coloración vibrantes, variando de acuerdo con la especie del rojo carmín al naranja mandarina o al amarillo con manchas negras, verdes y azules dibujando patrones abstractos.
Su cuerpo suele ser delgado, aplanado lateralmente y liviano, los adultos oscilan entre los diecinueve y los veinticuatro centímetros de largo con la cola estirada. Cuentan con escamas rugosas y ojos prominentes y una apariencia que en términos generales se asemeja un tanto a la de los anolis cubanos. Además de los amplios alerones mencionado, suelen presentar crestas gulares brillantes a ambos lados del cuello, las cuales abren y cierran como si se tratase de pequeñas banderas angulosas para comunicarse entre sí. Sería muy interesante cotejar cómo se ven sus colores, en especial la de sus alerones y crestas gulares, bajo la luz ultravioleta (luz negra), pues por su comportamiento, dieta y adaptaciones, y por lo que se ha encontrado recientemente en otros reptiles, no resultaría del todo extraño si dichas estructuras cuentan con patrones destinados a refulgir en tal gama del espectro.
Son saurios de hábitos diurnos y se alimentan de insectos, sobre todo de hormigas y termitas arbóreas y no es infrecuente que se inclinen exclusivamente por alguna especie en concreto de hormiga. Prácticamente el único momento en el que bajan al suelo es cuando las hembras descienden para enterrar los cuatro o cinco huevos que conforman su camada en el substrato. Se estima que en vida libre pueden alcanzar la década de edad, sin embargo, en cautiverio no suelen superar los tres a cinco años debido a su dieta altamente especializada.
Rana voladora de Wallace, Rhacophorus nigropalmatus
Cuando la rana de Wallace —nombrada en honor del naturalista escocés que le pisó los talones a Darwin con la teoría de evolución biológica por medio de selección natural— se ve forzada a saltar desde las alturas por el embiste de algún depredador, extiende las patas desplegando sus membranas interdactilares sumamente desarrolladas, mismas que en el aire funcionan como si fuesen cuatro pequeños paracaídas. De esta manera el anuro es capaz de planear por largos trechos, quince a veinte metros por salto, y aterrizar lejos de la amenaza que se cernía sobre su ser.
Habitan en las selvas de Tailandia, Malasia y el oeste de Indonesia (Sumatra y Borneo), su tamaño oscila ente los ocho y diez centímetros, lo que las yergue como la especie más grande de ranas voladoras. Su color dorsal tiende a ser verde limón brillante o verde azulado con algunas manchas amarillas jaspeadas sobre los flancos, la parte ventral suele ser color crema y sus extremidades palmeadas presentan dedos amarillos y un tinte negro a lo ancho de las membranas interdactilares que le distinguen del resto de su estirpe. Como suele ser la norma tratándose de los anuros, su dieta consiste principalmente en insectos, sin embargo, también llegan a depredar anfibios más pequeños que ellas.
Son criaturas de hábitos exclusivamente arborícolas, salvo por el periodo de reproducción, en el que depositan sus huevecillos en amasijos de burbujas secretados por las hembras, rara vez bajan a tierra. Debido a que pasan la mayor parte de sus días en lo alto del dosel forestal, existen pocos datos precisos relativos a su esperanza de vida, así como sobre otros aspectos relevantes de su comportamiento. Lo que si es posible asegurar es que su anatomía osteológica conforma un perímetro tan aerodinámico que sentó las bases biomiméticas para el diseño de los aviones Phantom, aeronaves imposibles de detectar por los radares enemigos.
Gecko volador, Ptychozoon Kuhli
Los geckos voladores de Kuhli habitan en Tailandia y Malasia, por la parte continental, y Singapur, Sumatra, Java, Borneo y Sulawesi, por la insular. Se trata de lagartos relativamente pequeños, alcanzan entre los quince y veinte centímetros de largo con la cola estirada, de aspecto extravagante y con ojos muy grandes en relación con la cabeza. No cuentan con párpados; en su lugar, utilizan la lengua para humectarse los ojos. Su coloración es sumamente críptica: los tonos ocres, cafés, pardos y cenizos que se intercalan en su intrincado patrón emulan con sorprendente fidelidad los parches de líquenes que crecen sobre los troncos; el camuflaje mimético obtenido es tan sofisticado que, a menos que un movimiento los delate, resulta casi imposible distinguirlos.
Presentan amplios pliegues de piel bordeando todo su contorno y poseen membranas interdactilares muy desarrolladas, extensiones dérmicas que despliegan cuando se lanzan al vacío y que, al incrementar la superficie de contacto con el aire, les sirven para deslizarse por el firmamento a lo largo de decenas de metros como si se tratase de cometas chinos. Numerosas estructuras dérmicas lobulares, dispuestas sobre el eje de la cola de forma que esta asemeja una hoja de helecho, brindan la función de timón durante el vuelo para controlar la dirección.
Además de esta peculiar gracia, cuentan también, como el resto de los geckos, con una serie de microlaminillas dispuestas sobre la cara inferior de las patas que, gracias a las fuerzas de Van Der Waals, les permiten adherirse y caminar sobre cualquier superficie. Son criaturas de hábitos nocturnos e insectívoros. Su esperanza de vida ronda entre los cinco y diez años y son sumamente comunicativos, emitiendo señales con la cola y una amplia gama de vocalizaciones.
Calamar volador japonés, Todarodes pacificus
Los calamares voladores japoneses o calamares voladores del Pacífico habitan en las aguas frías que rodean la isla nipona, extendiéndose desde China y Rusia hasta el estrecho de Bering y Alaska, sin embargo, tienden a congregarse en grandes números frente a la porción central de Vietnam. Llegan a medir treinta centímetros de largo y pesar unos quinientos gramos, presentan ocho brazos relativamente cortos en relación al cuerpo y dos largos tentáculos recubiertos prácticamente en su totalidad por ventosas. Otra de sus características distintivas es que sobre la fracción posterior del manto que les recubre sobresalen dos aletas triangulares dispuestas de manera que asemejan una flecha que apunta hacia atrás. Mismas que sirven más para guiar la dirección que para generar desplazamiento.
La fuerza de propulsión primaria se obtiene por medio de un sifón cefálico con el cual eyectan chorros de agua a alta presión. Por medio de este poderoso sistema de bombeo es que son capaces de propulsarse incluso fuera del agua cuando disparan sus enérgicos chisguetes cerca de la superficie, lo cual les permite surcar los aires a la manera de los peces voladores por más de treinta metros antes de volver a sumergirse, y frecuentemente lo hacen en grupos integrados por varios organismos.
Como tantos otros cefalópodos, su esperanza de vida es corta: un año a lo sumo, y aunque realizan migraciones kilométricas, usualmente regresan a depositar sus huevecillos en el mismo sitio en el que nacieron. La fecundación se da por medio de un hectocótilo, esto es un brazo modificado que los machos introducen en las hembras para transferir los espermatozoides y que se quiebra en el interior de ellas; algo así como fecundación por mutilación. Son los calamares más explotados en la actualidad para consumo humano, de hecho, si usted ha consumido aros de calamar en los últimos años, lo más probable es que se haya tratado de esta especie.
Arañas voladoras, varias especies
Son tantas las especies de arañas que dominan los secretos del vuelo que no parece merecer la pena detenerse en ejemplos puntuales, sino más bien hacer referencia al mecanismo gracias al cual consiguen encaramarse en el fluido del aire. Y es que dichos arácnidos realizan uno de los modos de locomoción aérea más extraordinarios de todo el reino animal, pues en lugar de depender de planear pasivamente o de utilizar el aleto como fuerza motriz, la arañas se inclinan por sacar jugo a la carga electrostática del ambiente, misma que son capaces de detectar gracias a las vellosidades de sus extremidades.
Cuando determinan que el gradiente electrostático es el adecuado, los afanosos artrópodos comienzan a tejer algunas hebras de tela especial; el primer segmento funge como ancla para afianzarse al punto en donde se encuentre en ese momento, las siguientes hebras componen una especie de peine largo de filamentos que despliegan hacia el firmamento. Este peine filamentoso de telaraña reacciona con el gradiente de cargas electrostáticas del ambiente de manera similar a como cuando frotamos un globo sobre nuestro pelo y éste se eriza, con lo cual las cerdas van trepando paulatinamente hacia los aires como si fuesen numerosas cometas.
Una vez que la araña siente que la fuerza de empuje finalmente comienza a levantarla, corta la hebra del ancla y se proyecta hacia los cielos como si pendiera de un globo aerostático. De hecho, en inglés tal comportamiento se denomina, precisamente, como ballooning y, dependiendo del arrastre del viento, les puede valer a los arácnidos el arrastre necesario para recorrer cientos, incluso miles de kilómetros, antes de volver a tocar tierra.
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