En celebración del día nacional del ajolote mexicano visité Anfibium, el nuevo recinto del zoológico de Chapultepec dedicado a las criaturas más emblemáticas de nuestros humedales; inaugurado con bombo y platillo hace un par de semanas. Dado que a lo largo de los años he compartido buena parte de mis días con estos hermosos monstruos del pantano ––en una primera faceta interactuando directamente con ellos y en tiempos más recientes escribiendo inspirado en su figura (Ajolote: biología del anfibio más sobresaliente del mundo y Fieras Familiares)––, digamos que me encontraba bastante emocionado.
“Museo del Axolote y Centro de Conservación de Anfibios”, ese es el nombre oficial con el que se designa al espacio en cuestión, y, en efecto, tal subtítulo es más fiel a su esencia que el llamativo Anfibium, ya que en su interior no aguardan ranas, ni mucho menos cecilias, y salvo por unos cuantos ejemplares de ajolotes de Zacapu, Pátzcuaro y Lerma, todo el resto de la exhibición se encuentra destinada al clan del axólotl y su entorno, o si se prefiere al ajolote mexicano o Ambystoma mexicanum y los últimos remanentes de humedales del Valle de México. En ese sentido, quizás un nombre más apropiado sería Xochimilcum, aunque por supuesto que esto resultaría mucho menos atractivo.
Llámeseme idealista, pero guardaba la esperanza de que el proyecto de alguna manera conseguiría elevarse por encima de las controversias que le han rodeado y nos obsequiaría un santuario digno de la fascinación que producen estos carismáticos anfibios. Probablemente los animales que han trastocado de manera más profunda la psique de los habitantes de estos territorios desde tiempos mexicas. Y que hoy en día cautivan a buena parte de la humanidad con sus enigmas científicos, rica historia etnográfica, semblante extravagante y gentil disposición. Vamos que esta era la oportunidad de crear, de una vez por todas, el museo viviente definitivo de los anfibios más icónicos del país. Asiduos protagonistas literarios, deidades antiguas del fango, reliquias biológicas que aún hoy en día no dejan de sorprendernos.
Quizás mis expectativas eran algo grandes, lo acepto, pero vamos, se trata ni más ni menos que del zoológico nacional, y una de las primeras inauguraciones de ese gran plan de desarrollo que promete convertir al bosque de Chapultepec en referente de la cultura universal. Plan, por cierto, que se ha devorado buena parte del presupuesto de cultura nacional, pero ese es otro tema. El caso es que debo confesar que mi desilusión fue notable.
No se me malentienda, hay cosas bien logradas, como el segundo piso del museo, en el que se muestran todas las etapas de crianza de los organismos. Digo, si se ha tenido oportunidad de visitar criaderos de ajolotes previamente, de los cuales existen numerosos ejemplos tanto en universidades públicas como unidades de manejo de carácter privado, a lo mejor la estampa no termine de saciar las expectativas. Sin embargo, la disposición, iluminación y puesta en escena como si se tratase de una ventana a un centro de investigación, desde la que podemos observar a los científicos realizando sus actividades cotidianas, consigue generar un efecto estético memorable.
Pero la verdad es que el resto del museo, desplegado en el piso de abajo y en los pasillos exteriores del edificio, sí deja mucho que desear. Estamos hablando de tan solo siete peceras, de aproximadamente 120cm X 60cm X 60cm, que en total muestran cuatro de las diecisiete especies de ajolotes que habitan en el país, además de acociles y mexcalpiques (peces oriundos de Xochimilco), a lo que se suma un par de estanques localizados al centro del espacio y otras siete peceras de mayor tamaño en la parte exterior, que básicamente muestran especies invasoras introducidas en los canales: carpas, tilapias, tortugas de orejas rojas, etc.
Esto es significativo dado que dieciséis de las diecisiete especies de Ambystoma que habitan en el país son endémicas (algunas microendémicas, es decir que toda su población se limita a la laguna o cuerpo de agua en donde viven), y buena parte de ellas se encuentra en serios problemas de extinción. Quisiera pensar que el centro de conservación nacional de estos organismos tendría claro que las especies prioritarias son todas las que no se propagan en cantidades industriales, como es el caso del ajolote mexicano, que si bien es cierto que en vida libre se encuentra gravemente amenazado, la realidad es que en cautiverio se cuenta con un acervo genético sumamente amplio.
Vamos, que la decisión de enfocar todo el recinto al axólotl y Xochimilco no parece muy acertada que digamos, o cuando menos no es muy relevante ni en términos de conservación ni de comunicación de la ciencia, pues la verdad es que ya existen otros museos similares y un sinfín de materiales de divulgación que cuentan lo mismo. Y si a esas vamos, desde luego que podrían haber puesto un poco más de empeño en el guion, yo qué sé, incorporar citas de todas esas grandes plumas que han dedicado palabras a los monstruillos del pantano: Cortázar, Octavio Paz, Elizondo, Raquel Tibol, Pacheco, Bartra, y una larga lista. O quizás, si es que la literatura no les parece un vehículo suficientemente poderoso para conectar con el público, entonces podrían haber optado por la historia, narrar la saga de búsqueda de identidad del sirenidon mexicano que obsesionó a naturalistas de ambos contantes, Humboldt, Cuvier, Duméril, Velasco, hasta el mismo Darwin.
En fin, que las posibilidades eran muchas y los alcances amplios, y existe mucha gente capacitada a la que podrían haber recurrido para convertir este centro en algo realmente interesante e importante. Un espacio impactante para los visitantes y, a la vez, recurso invaluable y tan necesario de conservación de estos anfibios. Pero tristemente no es el caso. No dudo que la responsabilidad, en buena medida, debe recaer más sobre los funcionarios que demandaron inaugurar a la carrera, en un clásico: «ya, como sea…», que en los profesionales involucrados, los cuales probablemente tenían en mente una propuesta más acorde al nivel que merecía este museo viviente, que merecíamos tanto los ciudadanos como las criaturas más icónicas de nuestros humedales.
Me temo que una vez más hemos conseguido hacer eco como nación a las palabras con las que el gran José Emilio Pacheco zurció a los mexicanos con el axolotl: «Ni pez ni salamandra, ni sapo ni lagarto, posee rasgos humanoides y es, como nosotros, el habitante quintaesencial de Nepantla, la cuna de sor Juana, la tierra de en medio, el lugar de nadie, el recinto y tumba de quienes, a lo largo de todas nuestras metamorfosis, tampoco llegamos a la verdad de ser adultos y lo único que sabemos es reproducirnos».
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