Hace tres semanas, en la playa, me picó un tábano. Tres semanas y un poco más, y en realidad fueron varios tábanos, en honor a la precisión, y porque para cuando este artículo vea la luz ya va a haber pasado más tiempo: varios tábanos a finales del mes de Diciembre. Uno de ellos me picó en la mano derecha dos veces, o quizá fueron dos con un tino tal que al principio parecía una mordida de algo con dos dientes, más que dos mordidas distintas. Ambas perforaciones justo sobre la vena que recoge la sangre del meñique. De acuerdo con una breve búsqueda en internet, se llama vena salvatela, y se conecta con la cubital precisamente en el dorso de la mano, donde está el “arco venal dorsal”, es decir, las venas de las manos. (Tengo un libro de anatomía que podría consultar, pero lo compré por los dibujos y está en francés). De esa misma búsqueda aprendí que la sangre llega a la mano por abajo, por la palma, y sale por el dorso. Es decir, las arterias van por el lado generalmente más protegido de la extremidad (y van más profundas), y las venas, con sangre desoxigenada y cargada de desechos, van por fuera. Me parece un dato interesante y sobre el cual valdría la pena abundar, pero siento que estoy cerca de hablar del “diseño” del cuerpo humano, o de la “inteligencia” de la evolución, y esas cosas no existen. La sangre “sucia” es igual de importante que la “limpia” y lastimarse una vena igual de peligroso que una arteria. Además ya me desvié bastante del tema…
Me mordió un tábano en el dorso de la mano derecha, sobre la vena que viene del meñique, y me mordió dos veces el muy cabrón. Otros, varios, me mordieron en las piernas, y mis amigos me hicieron el chiste de que “qué buena pierna tenía”. Mis chamorros eran dos jamones serranos sin solución de continuidad hacia los tobillos o, mejor dicho, francamente sin tobillos. Eran como los dedos del hombre de malvavisco de los cazafantasmas, o los de Homero Simpson cuando decide engordar para no ir al trabajo. Otro amigo, menos halagador, las describió como “dos salchichas coctel gigantes”. Sin embargo, el piquete que realmente importa aquí es el de la mano.
Me mordió un tábano, pues, y en realidad era una tábana, porque resulta que son las hembras las que muerden y chupan sangre para alimentar a las larvas. Los tábanos macho son bien zánganos: viven entre las flores, comiendo néctar y polen, en paz, tranquilos, hasta que les entra la comezón, valga la palabra, y salen a perpetuar la especie. Después de la cópula, frecuentemente, mueren. Las larvas, dependiendo de la especie y el hábitat (y de la suerte), viven en ese estado primigenio hasta por dos años. Requieren de lugares húmedos, habitan en los márgenes de ríos, lagos o charcos y se alimentan, además de la sangre que les procura su madre, de invertebrados pequeños, crustáceos, insectos, caracoles o incluso otras larvas de tábano. Después son pupas por unos días y finalmente adultos: los machos comen flores, las hembras sangre y si ambos se reproducen volvemos a empezar.
En resumen, cuando las hembras maduran tienen sólo unos días para:
- reproducirse y engendrar descendencia.
- en caso de que se cumpla, morder todo lo que se deje y alimentar a las crías.
- morir, ya sea a manos de un chilango recién picado o por la edad.
Es decir, dos o tres días para producir larvas que sean autosuficientes por dos años. Necesitan alimento, y mucho. Con razón son tan bravas.
Un tábano, para aquellos que nunca hayan tenido el placer de ver uno, es como una mosca gigante, gorda y lenta con dos enormes ojos compuestos. Son organismos de actividad diurna, hematófagos en el caso de las hembras, y pueden venir en verde, amarillo o azul (o quizá algún otro color, son sólo los que yo he visto, pero hay más de 4,500 especies en la familia Tabanidae). Se especializan en morder mamíferos grandes, caballos y ganado, pero si uno, que también es grande y mamífero pero tiene la piel más delgada y no tiene cola con que ahuyentarlos, se les pone en el camino, pues ellos felices (la ventaja evolutiva del pulgar oponible en estos casos es despreciable. Aunque hay que notar que el señor de la palapa donde me picaron los atrapaba y les quitaba las alas para volverlos inofensivos. Supongo que con entrenamiento cualquiera podría hacerlo, pero no lo pienso comprobar).
La verdad es que no soy especialista en dípteros, ni biólogo, ni siquiera científico. Estudié dos años de matemáticas en la facultad de ciencias de la UNAM, que exhibo con orgullo en mi currículum, pero no estoy capacitado para hablar realmente con autoridad de los tábanos, así que antes que arriesgarme a decir burradas prefiero conducirlos a los sitios en los que he aprendido estos datos: el más evidente es la Wikipedia que además cuenta con dos páginas distintas dedicadas a estos artrópodos. El otro es un sitio canadiense de difusión y educación ecológica, en inglés, que vale la pena visitar.
De lo que sí puedo hablar, espero que objetivamente, es de mi experiencia, y a fin de cuentas, tengo la impresión, de que así es como se construye el conocimiento científico: hay un problema que se quiere resolver o un fenómeno que se quiere explicar y se intenta ver objetivamente, encontrar la mejor solución o explicación y se comparte con los demás para ver qué opinan. Lo más probable es que mi explicación de toda esta historia tenga un par de errores y por eso prefiero no hacerme el experto en tábanos ni en reacciones alérgicas, sin embargo, si a los lectores les despierta curiosidad para informarse mejor, este texto habrá cumplido su cometido. Más aún, si después de informarse mejor me contradicen o me explican lo que no entendí bien. Así se hace la ciencia, de eso se trata.
Total, se me hincharon la mano y las piernas. A éstas no les presté demasiada atención, la hinchazón, aunque notoria, no resultaba estorbosa (salvo cuando quise usar calzado de ciudad), pero la de la mano sí me molestó. Y a decir verdad, me inquietó por tratarse de dos perforaciones ¿Habría sido una araña, una víbora, un erizo? Empeorando el asunto el hecho que la cicatrización no fue bonita: involucró mucha pus. Así que buscamos consejo del médico local, que también se impresionó. Pensó que tenía un absceso y que había que drenar la mano. Apenas ahora que lo escribo me doy cuenta de lo espantoso que suena, en el momento le dije “haga usted lo que tenga que hacer, caballero”, o algo un poco menos elegante, pero en ese sentido. Pero no fue necesario, ni posible, porque no había nada que drenar, sólo la hinchazón. El doctor limpió la pus con alcohol y mertiolate, me colocó un vendaje para bajar la inflamación y me despachó con el paquete turista: antihistamínicos, antiinflamatorios y antibióticos. Y agua de jamaica por si la hinchazón también tenía que ver con retención de líquidos.
(Hacemos una pausa para agradecer profundamente a mis amigos que me procuraron agua de jamaica durante dos días y no me dejaron tomar cerveza. Me hicieron sentir querido y cuidado. De veras).
Sí tenía que ver, por cierto: el cambio de dieta (mucha sal) y de clima (mucho calor), sumados a otras circunstancias, como que llevo una vida muy sedentaria (hagan ejercicio, muchachos, yo mismo ya volví al futbol), me causaron esa reacción, pero era el menor de los factores. El otro día fui con un dermatólogo y le mostré las mordeduras (casi un mes y ahí siguen), para ver si ameritaban tomarme los antibióticos: me dijo que no y me mandó una crema para la comezón. Me explicó lo siguiente: cuando un bicho, cualquiera, te muerde ¬y más aún si deja alguna sustancia en el cuerpo —babas, venenos, larvas, siga usted imaginando—, se genera una reacción alérgica, que es, fundamentalmente, el cuerpo tratando de expulsar el ente extraño que se le metió, o, por lo menos, detener su avance. Dado que el tábano tiene la capacidad de atravesar la piel de una vaca, su mordida es sumamente profunda y la reacción muy fuerte. Además, la bestia inyecta su saliva, que es anticoagulante, para que la sangre fluya sin problemas. La hinchazón en la mano mantuvo las babas del tábano exactamente donde las dejó (aunque la reacción es más bien preventiva y no hace falta que deje nada, de todos modos te hinchas). Lo mismo sucede con la alergia que te hace estornudar (y sacar lo que sea que se te metió en la nariz), y con la que cierra la garganta tras comer ciertos alimentos para que no entren más, aunque esa es una reacción más bien exagerada (por no decir idiota) del organismo porque tampoco entra aire. Otro argumento más para desestimar el “diseño inteligente”.
Alergia viene del griego ἄλλος, allos, “otro” (el mismo allos de “alopatía” y “alegoría”), y significa, tal cual, una defensa ante lo otro.
El dermatólogo me explicó también que uno está acostumbrado a los bichos de donde vive y ha desarrollado cierta tolerancia a sus ataques. Al viajar, lo más seguro es que uno se encuentre con otras especies de mosquitos, pulgas, ácaros y demás, y por eso sus picaduras resultan más molestas. Por eso mismo a los locales no les afectan tanto y uno piensa que son inmunes o superhombres. Se me ocurrió una lección en verso, para terminar como si esto fuera fábula de Samaniego:
bicho ajeno
más alergeno.
Pero ésta no es una fábula. En el patio donde fui presa de los tábanos, donde habitaba el superhombre al que no le picaba nada y hasta los cazaba y les quitaba las alas, dejé una deuda. Me estaba comiendo un desayuno fantástico cuando los dípteros maléficos me empezaron a comer a mí, así que escapé y quedé de pasar a pagar después. Con el correr de los días, la inflamación bajó y recuperé la confianza para volver al lugar del crimen, a saldar la deuda y salir huyendo. Me entretuve un poco platicando (entre otras cosas, de las mordeduras en mis piernas), y aunque estuve atento y a la defensiva todo el tiempo, otro tábano (que diga, tábana) me mordió en la mano izquierda, en el dedo índice, otra vez atinándole a una vena (es notable su puntería).
En esta ocasión la alergia fue un poco distinta; primero se me hinchó el dedo y después el dorso de la mano. Lo que siguió fue muy interesante: la inflamación empujó de regreso al dedo un montón de sangre y se me formó, justo sobre la mordida, una bolita roja, como un frijolito de dulce. Después de lo cual, la inflamación en la mano bajó rápidamente y por completo. Tengo la siguiente hipótesis: como el dedo no se puede inflamar tanto como el dorso de la mano (la piel no da de sí y no hay tanta carne) algo del agente infeccioso se logró colar después de la primera defensa. Es decir, la inflamación del dedo no logró contener la saliva del bicho. Y por eso es que después se tuvo que inflamar también la mano. Ahí sí se bloqueó el avance y por eso se regresó con todo y sangre. Cuando se formó el frijolito la inflamación de la mano ya no era necesaria y por eso disminuyó tan velozmente: el ente ajeno estaba perfectamente encapsulado y fuera del organismo.
Cuando se me reventó la bolita, unos días después, ya en casa, me lavé con alcohol y mertiolate, cuidé un tiempo que estuviera limpio (con curitas), y tan tan, como si nada. Se cerró la herida en dos días, como si hubiera sido un raspón.
Aun tengo rastros de las mordidas, ahora que reviso el texto, y son principios de marzo, la mano derecha está a punto de volver a la normalidad, el dedo de la izquierda sigue un poco enrojecido y en las piernas me quedan algunas costras, pero nada que llame la atención. Mi amiga Susana me contó una historia donde los tábanos dejan larvas donde muerden y me tuvo muy inquieto, evidentemente. Pero no, el suyo debe de haber sido otro insecto. No soy huésped de ningún parásito subcutáneo, por ahora, y estoy listo para volver a la playa.
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