Me parece fascinante el impulso que tenemos los humanos por alcanzar los sitios más lejanos de la Tierra. La necesidad casi compulsiva de exploración, inherente a nuestra especie, de visitar todos los extremos del globo terráqueo. Adentrarse en naturalezas desafiantes, pisar entornos violentos para el organismo no apto, penetrar ecosistemas inhóspitos a los que la clase del mono consciente definitivamente no pertenece. Hielos polares, desiertos ardientes, planicies marinas y junglas cruentas. Supongo que es algo instintivo, una instrucción primordial enterrada en nuestros genes que se traduce como tenaz perseverancia: seguir adelante hasta dominar la geografía por completo. La diáspora perpetua del hombre.
De todos estos parajes distantes, la cima de los volcanes son, sin duda alguna, de los más llamativos. Y no es que yo comparta la ansiedad escaladora, al contrario, creo que soy, en términos de capacidades físicas, quizás lo más opuesto que existe a un alpinista. Pero algo hay en esa tradición de desafiar las cumbres que se elevan más metros por encima del nivel del mar, que considero digno de admiración.
La conquista de los picos más altos del mundo, escenarios estériles a los que ningún otro ser vivo tiene acceso. Múltiples amenazas en el camino: precipicios escarpados, avalanchas, temperaturas heladas, concentraciones bajas de oxígeno, vientos desgarradores y la pérdida de algún dedo del pie por congelación.
No obstante, lo que me resulta realmente perturbador, es el hecho de que prácticamente nadie intente hacer lo mismo pero en sentido inverso. Descender hacia las profundidades, explorar los abismos marinos; una frontera casi desconocida a la que muy pocos aspiran llegar.
Desde que Tezing Norgay y Edmund Hillary realizaran en 1953 el primer ascenso exitoso del monte Everest, alrededor de tres mil setecientas setenta y cinco personas han conseguido escalar sus 8848 metros de altura, varias de ellas en más de una ocasión, logrando así conquistar el punto más alto del planeta.
Tal es la fuerza del llamado que emiten las alturas para los nuestros que actualmente el gigante de los Himalayas atraviesa por un problema severo de sobre explotación turística. Debido en parte a que los instrumentos para predecir el clima se han refinado y en gran medida porque el viaje de aventura se ha transformado en una empresa masiva, los escasos días de mayo que el gigante presenta clima benévolo una muchedumbre copiosa de alpinistas se aglomera sobre sus flancos. Atasco humano. Caravana de personas a cuarenta grados bajo cero y sobre una pendiente que roza los noventa grados de inclinación. El clímax de esta peligrosa y desagradable situación tuvo lugar el 29 de mayo del 2013, día en el que más de doscientos cincuenta escaladores se vieron forzados a esperar en fila india para alcanzar la cima.
En contraste, La fosa las Marianas, el punto más hondo del océano, localizado a casi once kilómetros de profundidad en las trincheras abisales de Micronesia, ha sido visitado sólo por tres individuos. En 1960 de manera fugaz por Jacques Piccard y Don Walsh que registraron un tiempo de fondo de apenas veinte minutos. Y recientemente, un poco más en forma, por James Cameron. Así es, el autor de películas como Terminator, Titanic y Avatar, es el único ser humano que ha descendido por debajo de los once mil metros de profundidad y contemplando el fondo marino en persona durante un par de horas.
Claro que llegar hasta ahí no fue sencillo, el proyecto “Deepsea Challenge” del National Geographic, del que Cameron fue director, requirió de los esfuerzos de un equipo interdisciplinario de primer nivel y mucha planeación. Ciento cincuenta profesionales de distintos campos trabajando mano a mano por un período de tres años para construir un submarino con tecnología desconcertante.
¿A qué obedece esta fijación por la altura y consecuente rechazo por el abismo?
Seguramente habrá quien argumente que es completamente obvio y que la respuesta reside en que el medio acuático nos es ajeno, quizás intentando validar su punto con el hecho de que requerimos mayor equipo para explorarlo que para ascender a los volcanes. Y en eso tendría razón, sin embargo, figuraría como una conclusión poco contundente para resolver el asunto; pues es mucho más difícil salir al espacio, que, dicho sea de paso, nos es más ajeno en todos los sentidos, y esto no ha impedido que casi quinientos astronautas hayan visto la tierra desde fuera.
Así es que la pregunta queda abierta: ¿por qué, si hemos realizado múltiples expediciones a todos los confines de la tierra, seguimos mostrando tal aversión por ir hacia abajo?
Quizás la respuesta radique en nuestros miedos de infancia, pesadillas que han poblando el abismo de bestias antidiluvianas; criaturas desconocidas que acechan en la oscuridad.
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