Breve anotación en torno a Jean Rostand
Ilustraciones por Alfonso Barrera
Para algunos autores los animales son una vocación, una imagen perpetua que describen juiciosamente sin jamás agotar su significado. Como a Ernst Jünger con los escarabajos, Jorge Luis Borges con los tigres, y Vladimir Nabokov con las mariposas, a Jean Rostand le correspondió la rana como aliado.
En efecto, Jean Rostand ( París, 1894-1977) —biólogo inclinado a la filosofía y a la especulación literaria— no perdía ocasión para manifestar su agrado hacia este animal que para muchas personas resulta repulsivo. Ya en El correo de un biólogo (Alianza editorial, 1986) anota: “Me limitaré a decir que ciertos problemas de la biología, pequeños o grandes, pueden ser abordados en este humilde animal que ofrece un inacabable material a la paciencia, astucia, invención y habilidad del investigador. Es un poco para él lo que el barro para el escultor, el lienzo para el pintor, el papel blanco para el escritor”. Pese a que su trabajo con las ranas empezaba con sus características biológicas, concluía con una serie de tesis emotivas entorno a la fuerza de lo viviente. Para este autor francés el anfibio anuro representaba un símbolo, como para algunos otros podían ser símbolos la astrología o el arte de la adivinación.
Acaso pocas personas estarían de acuerdo en que el estudio de las ranas es importante para la comprensión misma del ser humano, a excepción de aquellos que aún piensan, como diría George Steiner, “que no somos los únicos invitados al reino de la vida”. Los demás seres vivos son como ramas del universo que se trenzan con nuestra existencia.
Lo que a Rostand le sorprendía quizás eran las etapas de la vida de los batracios, es decir, cómo se hacen evidentes con tanta claridad los cambios morfológicos desde la procreación hasta la muerte. Son como una metáfora en miniatura de la evolución (podemos decir que, comparado con la naturaleza, todo ser vivo es un espejo minúsculo).
Al señor Rostand —señalado constantemente como “el amante de las ranas”— le gustaba aconsejar a los profesores para que los niños se sensibilizaran mediante un estanque lleno de renacuajos. No debería haber salón de clases sin uno. Ya anciano, repetía con felicidad la anécdota de su trato con el célebre entomólogo Jean Henry Fabre. Rostand, a los ocho o nueve años escribió una carta dirigida al ya anciano Fabre, preguntando toda clase de cosas sobre los bichos que se desplazaban en su habitación. La modestia del entomólogo se vio reflejada cuando respondió, algún tiempo después, con detalles tan precisos que un niño sería incapaz de entender. Quisieron los años que ese niño se especializara lo suficiente como para desentrañar el mensaje de la carta. La visión de ciertos hombres como Rostand, evidentemente, les permite trabajar con animales atendiendo a su belleza o misterio en vez de preocuparse por su utilidad; pueden crear poesía, y sus ganancias aunque no materiales son espirituales. Aunque no todo mundo las sepa ver.
Algo que llama la atención sobre Rostand es que su pesimismo o su indecisión por dar afirmaciones tajantes en torno a su trabajo biológico. Libros como El hombre y la vida (F.C.E, 1994) y El hombre (Alianza editorial, 2002) son combinaciones de dudas antes de tratados definitivos. Su estilo es híbrido, como su carácter; estos textos antes citados son a la vez muchas cosas. Pueden ser libros de aforismos, ensayos naturalistas, reflexiones sueltas e incluso apuntes de un científico que investiga la posibilidad de la procreación sin necesidad de un macho, mientras se hace preguntas sobre la utilidad de su trabajo. Hay pocos libros tan breves y tan certeros— como El hombre y la vida— capaces de orientar nuestras ideas o terminar de dirigir nuestra vocación o gusto en torno a una disciplina.
En México, Salvador Elizondo fue uno de los pocos escritores que escribió sobre Rostand seriamente (a Elizondo le llamaban la atención ciertos escritores cuyo estilo e inclinaciones eran múltiples, ya lo sabemos). Cuando uno lee El hombre y la vida, es difícil no pensar a la vez en un Cioran, o en un Albert Caracco, pues sus reflexiones corren de manera paralela al escepticismo y la tristeza. El pesimismo de Rostand procede de las dudas que la biología perpetua. Dudas que proceden de la vida misma. El resultado de sus indagaciones es literario. Es allí donde puede alinearse en el librero con un escritor como Elizondo, un autor que aparentemente tiene cientos de padres literarios y a la vez no se parece a ninguno.
En sus libros, muchas veces, ocurre que la belleza de sus juicios reside en la capacidad de preguntar o poner a prueba las certezas. Entresaco algunos aforismos de El hombre y la vida, F.C. E., 1994:
Leería las memorias de un hombre para saber lo que no ha sido.
No se puede amar con perfección sino aquello que se ha perdido para siempre.
Soy muy optimista respecto al futuro del optimismo.
Poca gente es digna de no creer en nada.
¿Acaso su padre, Edmond Rostand, el escritor de Cyrano de Bergerac, le contagió el ánimo por la duda? Jean citaba Nietzsche como a Mendel, y pensaba que la historia del mundo a través de los libros no reconoce diferencias entre escuelas y rangos —pese a que se educó precisamente para entender las escalas de la vida.
Los zoólogos ven relaciones de sentido allí donde otro sólo vería oscuridad. Para los biólogos, como para los filósofos, la capacidad de observación va unida a la capacidad de asombro. Rostand tenía bien desarrolladas ambas capacidades, y, al menos, establece su escritura en el terreno de una gozosa ambigüedad, como la de los anfibios:
“Si se supiera todo sobre la rana, se sabría todo sobre la vida, comprendiendo todo del hombre”.
Ésta es, acaso, la metáfora esencial de sus pensamientos. Nada es enteramente explicable —ni lo ha sido jamás—, cualquier disciplina es igual de eficaz al momento de intervenir en el entendimiento humano. Si comprendiéramos cabalmente un objeto, lo comprenderíamos absolutamente todo.
La rana tiene un lugar en el mundo de la literatura y el pensamiento, aunque sea uno pequeño y en ocasiones olvidado. Para los pueblos mesoamericanos era uno de esos animales totémicos que se hayan en un estado intermedio, pues son mediadoras entre el mundo subterráneo y el nuestro. He llegado a tener la suerte de ver una de ellas engastada en el mango de un puñal de obsidiana.
Saco de entre mis apuntes una anotación de Ernst Jünger, el día 9 de abril de 1939 (Radiaciones I, Tusquets, 1991) , poco antes de ser llamado a filas:
“Desde siempre me ha conmovido, precisamente en las ranas, lo que en ellas hay de semejanza con los humanos, por ejemplo, cuando en el agua parecen estar de pie con las ancas despatarradas”
Guillermo Santos: Oaxaca, 1989. Editor y colaborador de la revista Avispero. Su blog es: laeducaciondelestoico.wordpress.com.
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