¿Porqué las ruedas ruedan? preguntó mi sobrina Lorena, un día cuando tenía tres años, durante una comida familiar.
–Pues porque son redondas.
–Sí pero ¿porqué ruedan?
–Pues porque las cosas redondas… lo suyo es rodar.
–Sí pero ¿porqué?
La desesperación en la voz de la niña indicaba que su humor se oscurecía rápidamente. Era claro que su pregunta no era ni retórica ni por ganas de molestar; su perplejidad era genuina. La desesperación en la voz de su madre (mi hermana) indicaba que no tenía idea de qué estaba preguntando Lorena. Recurrió a su otra hija, Alejandra, que es un año mayor, para ver si ella entendía la pregunta.
–Sí, yo sí entiendo lo que está preguntando Lorena.
–¿Y qué está preguntando?
–Está preguntando porqué las ruedas ruedan.
Mi hermana estaba a punto de convulsionar de frustración mientras yo trataba de mantener una cara seria para que la niña no creyera que me burlaba de ella.
De pronto me pareció entender que lo que Lorena estaba preguntando era ¿qué es eso de rodar?, o más exactamente, ¿cuál es la diferencia relevante entre lo que rueda y lo que no rueda?, así que aventuré la siguiente explicación:
“Los objetos que son más altos que anchos, tienden a caerse con facilidad cuando los empujas. Por ejemplo este encendedor, si lo pongo sobre su base y lo empujo, se cae fácilmente. Al caer reposa sobre su siguiente lado y ahora es más ancho que alto así que si lo empujo otra vez, ya no se cae; más bien tiende a deslizarse sobre la mesa. Una rueda es igualmente ancha que alta, pero en realidad, la base en la que está parada es muy chica. En un círculo perfecto la base es un punto, así que es muy chiquita comparada con su altura. Si empujas una rueda, le pasa lo mismo que al encendedor: se cae. Pero en este caso, su siguiente lado es el siguiente punto de la circunferencia así que reposa sobre un ‘lado’ igualmente pequeño. Como conserva parte de la energía del primer empujón, se vuelve a caer, y se vuelve a caer una y otra vez porque todos sus lados son puntos que son muy chicos en comparación de la altura de la rueda. Rodar es caerse continuamente.”
–¿Era eso lo que preguntabas?
Lorena asintió con una sonrisa de satisfacción y se retiró a platicar con su elefante de peluche sobre algún tema que nada tenía que ver con las ruedas. Pero a mí me pareció interesante otra pregunta:
¿Qué es eso de explicar algo? ¿Por qué a Lorena le pareció satisfactoria esa explicación? Claramente decir “lo redondo rueda” resultaba insuficiente, pero ¿cómo es que Lorena sabía eso? Parecería que para hacer esa pregunta, la niña de tres años ya tenía alguna intuición, por vaga que fuera, de qué tipo de respuesta es adecuada. Generalizando, si no tenemos ni la más remota idea de lo que constituiría una buena respuesta, ni siquiera entendemos nuestra propia pregunta, porque no seríamos capaces de distinguir entre una posible respuesta y un comentario inconexo sobre el estado del tiempo.
El hecho de que tengamos cierta idea del tipo de respuesta que resulta satisfactoria, indica que preguntamos contra un trasfondo de conocimiento previo. Nunca preguntamos en el vacío. Damos por sentados una serie de conocimientos que tomamos por sólidos, y buscamos respuestas que confirmen, o por lo menos que sean coherentes con, esos conocimientos previos.
“Rodar es caerse continuamente” resultó ser una explicación satisfactoria porque incorporó el concepto de rodar a un conocimiento previo. Rodar dejó de ser un comportamiento excepcional y se volvió una subespecie de algo más general: caerse. El mundo se volvió coherente otra vez. En general los niños nos sorprenden con sus preguntas porque lo que toman como conocimiento previo es muy escaso. Como adultos el bagaje de conocimientos que tomamos por sólidos es mucho más amplio y con frecuencia son esos conocimientos que damos por sentados los que cuestionan los niños.
Y hablando de preguntas, el catálogo de falacias no formales contiene prominentemente la “Falacia de Pregunta Compuesta”. El ejemplo clásico de esta falacia es el abogado que en un juicio de homicidio pregunta “¿porqué mató usted a su esposa?”. La pregunta presupone una respuesta afirmativa a la pregunta previa “¿usted mató a su esposa?” y que queda oculta (por ello el nombre de la falacia). Esto que se asume en la pregunta, que el acusado mató a la esposa, es precisamente lo que el juicio pretende esclarecer. Presuponer lo que se quiere demostrar es un argumento circular y por ello es una falacia. Su fuerza se debe a que responder “yo no maté a mi esposa”, como respondería un inocente, da la impresión de que se evade una pregunta genuina y predispone negativamente al juez.
Sin embargo, no toda pregunta compuesta es tan burda. ¿Cuál es el sentido de la vida? o ¿quién creó al universo? son también preguntas compuestas. Presuponen respuestas afirmativas a las preguntas “¿la vida tiene sentido?” y “¿alguien creó el universo?” Si alguien hiciera estas preguntas en el curso de una discusión teológica estaríamos justificados en señalar que las preguntas cometen la falacia de pregunta compuesta.
Pero decíamos arriba que nunca preguntamos en el vacío; que siempre hay supuestos previos contra los que preguntamos. Claramente alguien que pregunta cuál es el sentido de la vida, asume como un conocimiento de fondo, sólido e incuestionable, que la vida sí tiene algún sentido. Rechazará cualquier sugerencia de que no lo tiene, con el mismo mal humor que mi sobrina Lorena rechazaba la explicación de que rodar es un comportamiento excepcional. Pero entonces, ¿cómo distinguir entre la expectativa eminentemente racional de Lorena y la negativa irracional de considerar que nuestras expectativas están equivocadas?
Me parece que la distinción no es tajante. Es racional esperar que las explicaciones sean coherentes con lo que creemos más sólido. Es irracional negarse a modificar un conocimiento que consideramos sólido a la luz de reinterpretaciones más útiles. En medio puede haber toda una gama de pesos y contrapesos que pueden hacer difícil la decisión de abandonar o no un supuesto que considerábamos inamovible. Por ello, la única actitud epistemológica razonable es recordar que nuestros supuestos más queridos son siempre provisionales y revisables, siempre y cuando haya buenas razones para revisarlos; el punto es no echar a rodar las preguntas circulares.
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