Canales de navegación –atajos milenarios que han moldeado imperios– como el Gran Canal, que recorre China desde el norte en Pekín hasta el sur en Hangzhou. Canales artificiales –atajos soñados que mueven la economía mundial– como el canal de Panamá. Acuaporinas, canales que permiten el flujo de agua en cada célula de nuestro cuerpo, conectan espacios y activan funciones. Texto por Penélope Aguilera [1]
Como pelotas de golf, que caen y desaparecen en los hoyos de una tersa superficie verde. Las moléculas de agua penetran las membranas celulares pasando a través de las acuaporinas. Estas pequeñas proteínas –de tan solo 27 a 37 kilodaltones– que se insertan en las membranas celulares en grupos de cuatro formando un tubo, posibilitan el movimiento armonioso de agua. Pero no solo transportan agua, ese elemento esencial para la vida, también mueven otras moléculas como el glicerol, la urea y el amonio; además, el flujo de agua está acoplado al movimiento de otros componentes de la sangre, principalmente sales como el sodio y el potasio.
Aunque cada componente utiliza canales propios para transportarse –en pareja o en grupos–, bailan en sincronía, moviéndose simultáneamente hacia dentro o hacia afuera o en sentidos opuestos, según el compás que les marque las señales generadas por la propia célula u otras células del organismo. Así, las acuaporinas colaboran en el mantenimiento de la composición y de las propiedades del medio interno siendo claves en la función de diversos órganos. Por tal motivo, el descubrimiento de su estructura proteica hizo acreedor al norteamericano Peter Agre del Premio Nobel de Química en el 2003. Hoy en día la investigación sobre el funcionamiento de las acuaporinas en los organismos sigue siendo indispensable.
Los albarradones del riñón
Quizá la participación más notable de las acuaporinas ocurre en el transporte de agua en el riñón porque este órgano mantiene la homeostasis corporal –el equilibrio en la concentración de sales y otras sustancias en la sangre–. En su eterno e iterativo viaje, la sangre pasa por los glomérulos renales, millones de coladeras, con la finalidad de eliminar sustancias que no requiere el cuerpo pero impidiendo el paso de las células sanguíneas (eritrocitos, linfocitos, etc.) y de moléculas de mayor tamaño como proteínas.
De allí, los ríos de sangre filtrada recorrerán los túbulos renales, en los cuales las acuaporinas presentes en sus membranas permitirán la reabsorción de la mayor parte del agua arrastrando consigo ciertas partículas, principalmente sales y se desprenderán de productos de desecho como la urea e incluso las toxinas consumidas consciente o inconscientemente para formar la orina. El agua recuperada al pasar por las acuaporinas, como la de un río que desemboca en el mar, se reintegrará a la sangre, evitando la disminución drástica de su volumen en el cuerpo.
La función del riñón es adecuada cuando se consumen cantidades suficientes de agua, pero si el organismo está deshidratado, este proceso debe modificarse y tornarse altamente eficiente. Por ejemplo, una fiebre, correr o incluso caminar bajo el sol ardiente, provoca la pérdida de una gran cantidad de agua a través de los millones de glándulas sudoríparas extendidas en esos dos metros cuadrados de piel que como suave lienzo nos envuelve.
¿Cómo controlar la pérdida de agua al sudar la gota gorda? Una opción lógica podría ser la reabsorción a través de la piel, pero no ocurre así; la pérdida de agua provoca la liberación de vasopresina –una hormona producida en el cerebro y almacenada y secretada por la glándula pituitaria– que al incrementarse en la sangre viaja hasta el riñón con la orden de movilizar acuaporinas desde el interior de la células hacia su membrana.
Del mismo modo que las pecas se alojan en el rostro de un pelirrojo, las acuaporinas tapizarán la membrana de las células que forman los túbulos renales para aumentar el flujo de agua, reabsorbiéndola y evitando que se pierda en la orina. Cuando se reducen los niveles de vasopresina en la sangre, las acuaporinas regresan al interior celular, desapareciendo de la membrana de las células tubulares y reduciendo su permeabilidad al agua. Aunado a este mecanismo, la pérdida de agua es compensada incitando un deseo vehemente por ingerir líquidos, el cual solo será mitigado tras su consumo. (ver figura 1)
Espermatozoides viajeros
La contribución de las acuaporinas al mantenimiento de la homeostasis en el sistema reproductor masculino también es interesante. Últimamente, se ha incrementado la infertilidad en todo el mundo, la cual afecta aproximadamente a 70 millones de personas, quienes angustiadas por esta situación se realizan análisis exhaustivos en las clínicas de fertilidad con la finalidad de identificar el “desperfecto”. Es común que se descuide el factor masculino, cuando obviamente es causante de aproximadamente el 50% de los casos de infertilidad en parejas.
Puede ser la genética individual, la existencia de anormalidades anatómicas, la presencia de infecciones, el estilo de vida, etc., pero en muchos casos no se encuentra el obstáculo que impide el embarazo y es superficial el diagnóstico clásico basado en la visualización de millones de espermatozoides autosuficientes. Entre las posibles causas de infertilidad, se ha encontrado la falla
en el transporte de agua, de pequeñas moléculas que también pasan a través de algunas acuaporinas como el glicerol (que sirve de fuente energética) y del peróxido de hidrógeno (que en altas concentraciones puede ser dañino por su gran capacidad oxidante).
De las 13 acuaporinas conocidas (denominadas con números), 11 se encuentran en el aparato reproductor masculino participando en la regulación del flujo de agua en diferentes etapas. En los espermatozoides, la participación de las acuaporinas se requiere y los afecta directamente. Por ejemplo, durante su maduración, las antes esféricas espermátidas –células precursoras con la mitad de la información genética– deberán cambiar su forma y reducir su tamaño dramáticamente
perdiendo agua hasta convertirse en largos, esbeltos, espléndidos dragones chinos que, iniciado con la eyaculación, realizarán un largo viaje hacia el óvulo (Figura 2).
En los espermatozoides maduros, no expresan la acuaporina 1 en ninguna de sus partes, pero la 3 se encuentra en su cola, la 7 en la cabeza, el 5 cuello y la parte media, la 8 en su interior en la mitocondria, y así, cada una está distribuida de forma particular cumpliendo una función. Valientes nadadores, los espermatozoides, afrontan una prueba de resistencia, y de los millones que inician la travesía, la mayoría morirá sin completarla.
Por eso, como los nadadores que a principios del siglo XX lograban cumplir la gran hazaña de cruzar a nado el Canal de la Mancha, los espermatozoides también deberían temerosos entrar a la competencia, pues la falta o exceso de agua en el útero o en las trompas de Falopio podría afectar su motilidad, y retrasarlos o dejarlos encallados en su recorrido; alterar su forma, encogerlos o hincharlos hasta convertirlos en regordetes leones chinos incapaces de continuar hasta la meta.
Evidentemente, es indispensable continuar con investigaciones que permitan identificar en los espermatozoides posibles marcadores, como las acuaporinas, que están asociados con la calidad del semen y de esta manera, encontrar un diagnóstico alternativo que apoye a las parejas con problemas de fertilidad.
El naufragio de los pensamientos
En el cerebro la función de las acuaporinas también es esencial, y su mal funcionamiento puede ser catastrófico y hacerlo naufragar. Con un 80% de contenido de agua, la textura del cerebro es suave y frágil como la de un flan; por eso yace protegido por unas mallas finas y transparentes pero muy resistentes llamadas meninges, y encapsulado por un cráneo óseo duro como la corteza de un coco. Por supuesto, la sangre llega al cerebro, pero las células que forman las arterias cerebrales se unen estrechamente, y como una muralla de piedra que defiende un imperio custodian enérgicamente el paso de cada molécula.
Estas células forman la denominada barrera hematoencefálica, y el paso del agua se acopla al de otras moléculas como la glucosa y el glutamato que le comparten sus canales. La contribución de estos canales compartidos es reducida, ya que la mayor parte del agua entra al cerebro a través de acuaporinas localizadas en las células que forman los ventrículos –enormes pozos localizados al interior del cerebro–. Los ventrículos mezclan sus aguas con las que embeben al tejido cerebral y a su vez fluyen hasta la médula espinal comunicando todo el sistema nervioso central, dando origen al denominado líquido cefalorraquídeo (Figura 3A).
Cuando el cerebro se daña (por un golpe muy fuerte, un infarto o un tumor) se movilizan moléculas en una danza caótica, entran, salen, y se acumulan en uno u otro lado de las membranas celulares alterando la composición óptima del medio dentro y fuera de las células conduciéndolo hacia el desequilibrio, perdiendo la homeostasis. En su intento por recuperarse, en el cerebro se incrementa el número de acuaporinas, tapizando la membrana de las células que lo habitan: las majestuosas neuronas –que transmiten y procesan la información–, la de los astrocitos, sus irremplazables mayordomos –que dan soporte y apoyan la función neuronal–, e inclusive las del endotelio, esos ladrillos que forman la muralla que resguarda al cerebro –sirviendo de control migratorio-. Todo este caos, iniciado en respuesta al daño sufrido, tendrá como consecuencia la pérdida de muchas funciones cerebrales.
Erradamente, la acuaporina 4 (la predominantemente ubicada en el cerebro dañado) favorecerá la acumulación patológica de agua, que como en el Titanic, entrará por puertas y ventanas inundando el tejido. El cráneo óseo, ese casco duro e indeformable que lo protege no alterará su forma, y en su lugar, se incrementará la presión dentro de él, incluso la muralla que lo protege podría romperse y permitir que la sangre penetre; entonces, el tejido empezará a comprimirse sin contar con una válvula de escape. Rompiendo y removiendo parte del cráneo –craniectomía- se podría liberar temporalmente la presión, pero
lamentablemente, el cerebro difícilmente podrá recuperarse de tal situación.
Y así como Venecia –esa hermosa ciudad construida sobre decenas de islas– actualmente amenazada por el mar cuando sube la marea, el cerebro naufragará sin que los canales, que, navegados por sus flotillas de góndolas entre el laberinto de calles, puedan salvarle (Figura 3B).
Comunicación entre desconocidos
Las acuaporinas son mucho más que un canal de agua ya que también sirven como instrumentos de comunicación entre las células. El tejido adiposo que almacena la grasa debajo de la piel, que se acumula por aquí o por allá dependiendo del estilo de vida, la dieta y la actividad física, que crece y toma forma a lo largo de la vida, expresa acuaporinas en la membrana de sus células. Acumular grasa puede ser un factor de riesgo en nuestra vida, ya que es capaz de generar enfermedades como el infarto al miocardio y la diabetes; pero paradójicamente el tejido graso también está presente en cuerpos sanos.
Normalmente, el cuerpo obtiene energía de la glucosa derivada de los alimentos; la glucosa que no utiliza la transforma en glucógeno que almacena en el hígado, o la transforma en lípidos que acumula en el tejido graso. Los adipocitos, esas
células regordetas que componen el tejido graso, y que acumulan lípidos en su vacuola gigante llenándola como abazón de hámster, pueden incrementar su tamaño desde unas 50 micras (una micra es la milésima parte de un milímetro) en
individuos delgados o alcanzar 270 micras en obesos (Figura 4).
La acuaporina 7 −presente en los adipocitos− transporta agua y también glicerol, una molécula obtenida de la destrucción de los lípidos almacenados en el interior del adipocito. Cuando es necesario, a través de esta acuaporina se liberará glicerol y este viajará en la sangre hasta ser capturado por la acuaporina 9 localizada en las membranas de los hepatocitos, las células del hígado. Los investigadores han observado que niños y adolescentes obesos presentan una disminución en la cantidad de acuaporina 7, mientras que los sanos la tienen incrementada, siendo evidencia de que la función de estos canales está asociada a la alimentación. Incluso las acuaporinas se han relacionado con la resistencia a la insulina, la obesidad y el desarrollo de la diabetes, problemas graves de salud en nuestro mundo moderno.
Es así, que de forma similar a los canales artificiales de nuestro mundo, las acuaporinas son elementos clave en el transporte de agua en nuestro cuerpo regulando la función celular.
Penélope Aguilera (1973) es investigadora en el Instituto Nacional de Neurología y Neurocirugía. Bailarina de corazón pero bióloga de formación (UNAM), realizó sus estudios de posgrado en el CINVESTAV-IPN. Siempre se interesó por el funcionamiento del cerebro y después de una estancia posdoctoral en la Universidad de Londres, se enfocó en la búsqueda de tratamientos para el infarto cerebral. Disfruta la convivencia con los amigos, de la lectura, el cine y la danza.
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