Resulta difícil no emocionarse al escuchar historias de hallazgos extraordinarios en los que la suerte o la casualidad han jugado un papel determinante, ya que todo el mundo ama los accidentes felices, los giros inesperados y, a menudo, los científicos se encuentran en nuevos caminos debido a momentos fortuitos. En este sentido, la Química Farmacéutica nos ofrece abundantes historias de eventos afortunados que llevaron a la identificación de fármacos que actualmente se encuentran en el mercado. Analizar estos descubrimientos y reflexionar sobre el papel que tienen los eventos accidentales, dentro y fuera de la ciencia, los cuales asumimos como aleatorios, podría ayudarnos a no caer en conclusiones erróneas, y a ser más introspectivos respecto al mundo que nos rodea. Por Fernanda I. Saldívar-González
Suerte, azar y serendipia
En general, los científicos tratan de buscar certezas y métodos que arrojen resultados reproducibles, es decir, resultados que cualquier persona de cualquier lugar obtenga si repite el método descrito. Esto es bueno porque nos aseguramos que se sigue un procedimiento sistemático y riguroso. Sin embargo, el estudio de algunos fenómenos como el crecimiento de las poblaciones, la propagación de las epidemias y las mutaciones genéticas, entre muchos otros ejemplos, están sujetos a variaciones dependientes del azar.
Fue Jaques Manold, Premio Nobel de Fisiología en 1965 por sus descubrimientos fundamentales sobre el funcionamiento de los genes, quien plasmó en su libro El azar y la necesidad cuestiones más allá de la ciencia en sí misma. Para Manold, poner al descubierto el “secreto de la vida” involucraba también profundas implicaciones filosóficas que ponen al azar como el origen de toda innovación, de toda creación en la biósfera.
Aunque esta forma de pensar fue duramente criticada en su época, el conocimiento científico cada vez pone a la luz evidencias de que el curso de la vida se ha visto sacudido por una serie de eventos afortunados que nos permiten al día de hoy vivir e incluso estar leyendo este texto.
Y es que pensar en el azar no es algo trivial. Intuitivamente, el ser humano tiene preconcepciones sobre cómo debería funcionar el azar, aunque este en principio significa que no tiene causa, que es un suceso impredecible o aleatorio. No obstante, nuestro cerebro condiciona y rechaza constantemente lo que aparentemente consideramos aleatorio, y es que no nos gusta lo aleatorio, nos gusta lo predecible y lo que podemos controlar. Esto hace que nuestra mente caiga constantemente en sesgos cognitivos y que nuestra intuición juegue en nuestra contra.
Por ejemplo, se suele subestimar el papel de la suerte en nuestra vida, y más en la vida de las personas “exitosas”, pero no sucede lo mismo cuando se juzga el papel de la suerte y el azar en la vida de las personas más desfavorecidas, únicamente lo hacemos cuando nos interesa o, mejor dicho, cuando nos conviene.
Este hecho de atribuir los éxitos a nuestras habilidades, pero nuestros fracasos a la “mala suerte” o al destino se conoce como el sesgo de atribución. Y aunque podríamos pasar de largo con este tema de meritocracia, el no reconocer el papel que juega la suerte hace que la gente afortunada tienda a compartir menos su buena fortuna, hecho que igual sucede en el campo científico.
Autores como Nassim Taleb, famoso por su libro El cisne negro, menciona que nuestro cerebro considera que el mundo es mucho menos, pero mucho menos aleatorio de lo que es, este hecho
se conoce como sesgo de la perspectiva.
A pesar de que los sucesos raros explican la mayor parte del mundo en el que vivimos, siguen siendo contrarios a nuestra intuición como lo fueron para nuestros antepasados. Para Nassim, la consideración de los resultados alternativos que podrían haber surgido, de que el mundo podría haber sido distinto, es el centro del pensamiento
probabilista.
De igual forma, decir que el mundo es más aleatorio de lo que parece no significa que todo sea aleatorio, ni que todos los descubrimientos ocurran por suerte. En la mayoría de los casos se requiere proceder con método, disciplina y rigor para llegar a un descubrimiento. Esto lo resumió Louis Pasteur en su famosa frase “la suerte solo favorece a una mente preparada”.
Y si bien, el conocimiento y el trabajo duro son necesarios, en entornos muy aleatorios pueden ser insuficientes para el logro de un descubrimiento. Factores como la intuición derivada de la experiencia que han tenido, por ejemplo, los químicos farmacéuticos a lo largo de la historia juega un papel igual de relevante a la hora de analizar y describir un descubrimiento. Sin embargo, para no caer en conclusiones erróneas es necesario prestar atención a otros sesgos cognitivos que tiene nuestro cerebro.
Uno de ellos es creer que el azar tiene memoria. No necesitamos ser apostadores empedernidos para caer en la falacia del jugador o falacia de MonteCarlo, la cual consiste en creer que los sucesos aleatorios pasados influyen en los futuros.
Este sesgo también nos lleva a encontrar patrones en los sucesos aleatorios y a padecer de la falsa ilusión de control. En casos más extremos, las personas con este sesgo podrían atribuirle un sentido anormal a algo que no lo tiene, por ejemplo: al uso de amuletos de la suerte. Este fenómeno se denomina apofenia y en muchas ocasiones nos lleva a la superstición, o peor aún, a creer en las teorías conspiratorias. Es por este motivo que a muchos les resulta más fácil creer que existe un poder oculto que pensar y admitir que todo ello es fruto del azar.
En ciencia, otro sesgo que está constantemente al acecho y que resulta altamente peligroso, es el sesgo de la retrospectiva, que consiste en ver los acontecimientos históricos como algo inevitable, como una conclusión lógica, cuando en realidad no lo eran.
Al tratar de reconstruir estos eventos tratamos de que sean compatibles con el bagaje de conocimientos actuales: una especie de sesgo de confirmación que va hacia atrás en el tiempo. Cuando valoramos los datos o la información, tendemos a ver lo que esperamos ver y entonces reforzamos nuestras sensaciones de causalidad fijándonos en la correlación.
Un ejemplo de este sesgo puede verse en casos trágicos como el de la Talidomida, que en la década de los 50s se usó para controlar náuseas durante el embarazo y que causó malformación en el desarrollo de los fetos, ahora se investiga como tratamiento en leprosis y en el mieloma múltiple. Las malformaciones que produjo la Talidomida y que nadie predijo, pero que ahora hay evidencias de que dicho hecho se pudo haber evitado (predicción retrospectiva), provocó una Reestructuración en el diseño de fármacos y en las regulaciones sanitarias.
A veces ni siquiera hay un efecto real, sino que el resultado es fruto del azar, o bien, puede ser una acumulación de pequeños sucesos aleatorios que se magnificaron a lo largo del tiempo. El físico y matemático Leonard Mclodining, asocia esta serie compleja de sucesos aleatorios que se despliegan en el tiempo con el andar del borracho, una metáfora usada para explicar el fenómeno llamado «movimiento browniano», que describe el movimiento aleatorio de las moléculas en un fluido.
Mclodining piensa que, así como los átomos están realizando el andar del borracho y finalmente llegan a algún sitio, también los accidentes (descubrimientos, en nuestro caso) finalmente ocurrirán. Y es que, si analizamos ejemplos de descubrimientos afortunados en el diseño de fármacos, podríamos ver que en realidad son un recorrido salpicado de impactos aleatorios y consecuencias no intencionadas.
Quizás el caso más trillado es el de la penicilina, que fue descubierta en 1928 por el médico escocés Alexander Fleming a partir de la contaminación accidental de una placa de cultivo. Podríamos comenzar a contar esta historia cuando Fleming, después de quedar huérfano, recibió una herencia e influenciado por su hermanastro, decidió invertir esos recursos en su formación como médico en la Escuela de Medicina del Hospital St. Mary en Londres.
Posteriormente, durante la primera Guerra Mundial, Fleming sirvió en el Cuerpo Médico del Ejército Real, en Francia. Las numerosas bajas por infecciones que presenció durante esa etapa lo hicieron interesarse en el estudio la bacteria estafilococo.
Tras su regreso de la guerra, se incorporó como profesor de Bacteriología en la Universidad de Londres e hizo descubiertos importantes como la identificación de la lisozima, una enzima bactericida que impide las infecciones y que se halla presente en numerosas secreciones, como las lágrimas, la saliva o las secreciónes nasales. Sin embargo, no fue hasta que regresó de unas merecidas vacaciones que observó algo llamativo alrededor de un hongo que había contaminado sus placas: las bacterias cultivadas habían desaparecido.
Aunque el descubrimiento lo entusiasmó bastante, no logró convencer a sus colegas ni pudo estabilizar y purificar la penicilina para poder usarla en experimentos, por lo que el descubrimiento pasó desapercibido y Fleming terminó por dejarlo de lado. Por suerte, una décadas más tarde, el patólogo Howard Walter Florey retomó la investigación con un gran equipo, entre ellos Ernst Boris Chain, logrando estabilizar y purificar la penicilina.
No obstante, a pesar de demostrar su gran potencial en ratones, no fue hasta la entrada de Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial cuando se incentivó esta investigación. El uso de la penicilina en el frente de batalla logró salvar a miles de soldados en la Segunda Guerra Mundial y les valió el premio Nobel de Fisiología y Medicina a Fleming, Florey y Boris en 1945.
En ciencia, estos descubrimientos científicos que ocurren por el azar, pero que son interpretados correctamente gracias a la sabiduría de los investigadores, son denominados bajo el término de serendipia. Este término fue acuñado por primera vez en 1754 por Horace Walpole, arquitecto, innovador, político y escritor británico, en uno de sus cuentos de hadas, para describir la sagacidad con la que los príncipes de Serendip (el antiguo Ceilán, hoy Sri Lanka) descubrían durante sus viajes misterios fortuitos.
La forma en la que los príncipes hicieron sus observaciones accidentales se asemeja a la forma en la que algunos científicos han hecho descubrimientos importantes. Y más allá de un evento aislado, estos descubrimientos fortuitos se han descrito como un proceso. Para los científicos Thagard y Croft, la serendipia no ocurre como resultado de tropezar ciegamente con fenómenos importantes o mediante simple prueba y error, sino durante el curso del trabajo científico normal.
Cuanto más trabajo científico se puede hacer, a menudo hay una buena oportunidad de llegar a realizar observaciones fortuitas y una mayor posibilidad de que se realice un seguimiento de dichas observaciones.
Eventos fortuitos en el descubrimiento de fármacos
Durante el andar que han realizado varios científicos podemos encontrar historias en donde confluyen el azar y la sabiduría. Los primeros casos de reposicionamiento de fármacos, es decir, el nuevo uso de medicamentos ya existentes en una indicación terapéutica distinta para la que se comercializaron o investigaron inicialmente, se dieron por serendipia. Por ejemplo, el minoxidilo, utilizado contra la hipertensión, en ensayos clínicos hizo crecer el cabello en pacientes calvos, por lo que en la actualidad se utiliza para fomentar el crecimiento de cabello nuevo.
El caso del sidenafil es quizá uno de los accidentes más felices y afortunados, al menos para los hombres que sufren disfunción eréctil. En ensayos clínicos para evaluar su actividad en problemas cardíacos, concretamente angina de pecho e hipertensión pulmonar, se observó que en los pacientes varones se producían llamativas erecciones.
Dentro de la historia de los psicofármacos también abundan casos de descubrimientos fortuitos que fueron el comienzo de una era de desarrollo de fármacos que ha dado lugar a los antidepresivos, antipsicóticos, ansiolíticos y estabilizadores del estado de ánimo que se utilizan en la actualidad. Varios psicofármacos como la clorpromazina, la iproniazida, la imipramina y más recientemente, la pregabalina se descubrieron como consecuencia de la observación clínica de pacientes, a menudo tratados por otras afecciones.
Dentro de la historia de los psicofármacos también abundan casos de descubrimientos fortuitos que fueron el comienzo de una era de desarrollo de fármacos que ha dado lugar a los antidepresivos, antipsicóticos, ansiolíticos y estabilizadores del estado de ánimo que se utilizan en la actualidad. Varios psicofármacos como la clorpromazina, la iproniazida, la imipramina y más recientemente, la pregabalina se descubrieron como consecuencia de la observación clínica de pacientes, a menudo tratados por otras afecciones.
Otros descubrimientos como el carbonato de litio, usado para tratar el trastorno bipolar y la depresión, se dio a partir de una hipótesis errónea. En la década de los cuarenta, el psiquiatra australiano John Cade pensaba que los episodios de maniaco-depresivos ocurrían por una anormalidad del metabolismo de la urea.
Para probar su hipótesis, decidió inyectar orina de pacientes psiquiátricos y de pacientes sanos a cobayos de laboratorio. Cade observó que la orina de pacientes maniacos era notablemente más tóxica, aunque la cantidad de urea administrada en ambos casos era la misma. Pensó que, quizá existía otra sustancia que aumentaba la toxicidad de la urea, tal vez era el ácido úrico. Esta idea lo llevó a diseñar un experimento para administrar urea con diferentes concentraciones de ácido úrico.
Debido a la mala solubilidad de esta sustancia, administró ácido úrico solubilizado en la forma de urato de litio. Lo que ocurrió fue espectacular: los cobayos administrados mostraron una disminución en las convulsiones mostradas con anterioridad. Aunque Cade corría el riesgo de caer en el sesgo de confirmación, más adelante, llegó a la conclusión que el agente calmante era el litio y fue hasta 1974 cuando la FDA aprobó el carbonato de litio como terapia de mantenimiento para pacientes con trastorno bipolar.
Y si de viajes hablamos, uno de los más interesantes lo realizó el químico Albert Hoffman, quien a finales de los años treinta trabajaba tratando de purificar los compuestos producidos por el cornezuelo de centeno, para así utilizarlos y evitar las hemorragias que se producen tras el parto. Después de un tiempo estudiando la síntesis en forma líquida de la dietilamida de ácido lisérgico (LSD-25), Hoffman experimentó, accidentalmente, los efectos del compuesto y vivió el primer “viaje ácido” de la historia, antes de que el LSD fuera la conocida y famosa droga psicodélica de los años sesenta y setenta.
Si analizamos los ejemplos mencionados anteriormente podemos visualizar que varios comparten similitudes. Por ejemplo, en la mayoría de los casos se tienen un objetivo o caso de estudio (muchas veces distinto al resultado final), sucede algo inesperado, el científico se enfoca en este evento y, en su intento por comprenderlo, logran encontrar un beneficio u aplicación. Por lo tanto, es importante aprender a mirar más allá del orden aparente de las cosas y reconocer que nacimos para ser engañados por el azar.
Recientemente, con ayuda de los avances tecnológicos, se ofrece la oportunidad de abordar sesgos que tiene la ciencia y la mente humana relacionados con el azar y los eventos aleatorios. Se cree que algunos sesgos pueden ser sorteados por los métodos computacionales, pero ¿hasta qué punto esto será cierto?, ¿la tecnología podrá en algún momento superar la intuición basada en la experiencia de científicos?
Citas mencionadas:
- Monod, Jacques. El azar y la necesidad: ensayo sobre la filosofía natural de la biología
moderna. Tusquets 1993. - Sean B. Carroll. Una serie de eventos afortunados. El azar, el mundo, la vida y tú.
Debate 2022. 248 p. - Nassim Taleb. ¿Existe la suerte? Las trampas del azar. PAIDOS IBERICA 2009. 352 p.
- Leonard Mlodinow. El andar del borracho: Cómo el azar gobierna nuestras vidas.
Grupo Planeta (GBS) 2010. - Thagard, P., & Croft, D. Scientific discovery and technological innovation: Ulcers,
dinosaur extinction, and the programming language JAVA. In L. Magnani, N. J.
Nersessian, & P. Thagard (Eds.), Model-based reasoning in scientific discovery. 1999,
Kluwer Academic/Plenum Publishers, pp. 125-137.
Fernanda I. Saldivar González es maestra en Ciencias Químicas y licenciada en Química Farmacéutico Biológica por la UNAM. Actualmente, Fernanda se encuentra realizando el doctorado en el área de diseño de fármacos asistido por computadora en el grupo DIFACQUIM (https://www.difacquim.com/). Su interés por la investigación y por generar material educativo y de divulgación sobre temas novedosos y de interés en la química, la IA y en el diseño de fármacos se ve reflejado en varias publicaciones. Fernanda es adicta a visitar museos, a los textiles y a coleccionar cactus. En sus tiempos libres le gusta informarse de problemáticas sociales y viajar por el planeta Tierra.
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