Nagisa quiere decir, entre otras cosas, ‘playa’. Nagisa no es toda la costa ni una cualquiera, sino una extensión llana de arena blanca, que puede encontrarse en algunos lugares frente al mar. Por Adrián Flores Gallardo*
La definición propuesta pide que la arena sea ‘blanca’, porque esta no siempre es así. Las primeras playas, al bordear islas de origen volcánico en una Tierra prebiótica, debieron ser todas de arena negra desgastada de rocas ígneas, como aún ocurre en Islandia. Hoy día, la mayoría de las playas son de arena clara, debido a gran cantidad de conchas marinas acumuladas, ricas en silicatos y otros compuestos que les confieren dureza. Esos vestigios de seres vivos, al desgastarse con el paso de las mareas durante largos periodos de tiempo, conforman la arena clara y suave de la que podemos obtener variedades de vidrio. Mediante algún proceso de cocimiento de arcillas, pueden obtenerse cristales que abarcan, desde los más vulgares, hasta los requeridos para trabajos de cerámica y esmalte.
La existencia del vidrio depende de la disponibilidad de arena clara; por ello, desde la existencia de envases de cerveza barata, hasta piezas de marquetería china o piezas de porcelana, todo proviene de arenas orgánicas: de vestigios o reliquias de vida. De tales polvos, tales lodos, dice la gente; pero cosas muy diversas nacieron, comenzaron su existencia, como arena cualquiera.
La misma arena que se requirió para la colección de figurillas de ballet del teatro Mariinski, conocido durante el periodo soviético como Kirov, fue necesaria para la fabricación de la cristalería fina utilizada en los palacios de los zares. El cristal fino se caracteriza por tener algo de fierro en la mezcla; es esa pequeña porción metálica lo que hace ‘cantar’ a las copas más finas cuando son humedecidas y frotadas por el borde. Es por ello, también, que solo con ellas se obtiene un sonido claro, armónico y resonante al momento del brindis.
Por otra parte, la fabricación de lentes cada vez más nítidos y de curvatura precisa, posibilitó el desarrollo del occhiale o telescopio; el cual fue determinante en las observaciones galileanas y, con sus resultados, en el giro contra la escolástica y la llegada de la física moderna. De modo similar, fue gracias a lentes que Leeuwenhoek pasó de revisar la calidad de textiles, a observar por primera vez microorganismos y tejidos vivos; con lo cual, nació la microscopía aplicada a la futura biología. Así, la misma arena que, como tormenta, impide la visión, nos permitió ver más lejos y más de cerca que nunca.
La arena también iluminó la noche. Las bombillas de vidrio, fabricadas al vacío, nos permitieron traer al mundo una luz como la que vio Moisés en la narración del Éxodo: un fuego que alumbra sin quemar. Es decir que, gracias a la arena, pudimos fabricar algo con un poder antes solo equiparable con la materialización de Dios. Cuando nuevas máquinas revolucionaron los métodos de fabricación de vidrio, la arena posibilitó el surgimiento de un gran número de materiales ultraligeros, resistentes y con propiedades inéditas.
Con el desarrollo de la fibra óptica, sus aplicaciones hicieron posibles hitos como la exploración espacial, la medicina endoscópica, el advenimiento de la computación y la era de internet. Si entendemos la historia de la humanidad como una evolución —o como decía Haeckel, ‘historia del desarrollo’ (Entwicklungsgeschichte)— de la inteligencia, el desarrollo de los microprocesadores, que posibilitan todo nivel de inteligencia artificial, dependió de entender que el silicio ‘dopado’ es un semiconductor, i.e. aislante o electroconductivo a voluntad. Esa alternancia controlada entre estados binarios, fue lo que permitió la implementación de operadores lógicos booleanos en circuitos electrónicos; los cuales son capaces de resolver problemas de manera determinista, en la medida en que los procesos asociados sean algoritmizables, i.e. formalizables como máquinas de Turing.
A la larga, la arena permitió materializar la llamada hiperrealidad o realidad virtual; oxímoron acuñado por Baudrillard para referir al estado último del mundo, donde signos y referentes, sueños y realidad, se desdibujan, invierten y finalmente fusionan —no tanto à la Matrix como à la Mulholland Dr.— en un solo espacio abierto de posibilidad.
Desde los paseos descalzos hasta el surf; desde el asentamiento de humildes comunidades pesqueras hasta la celebración de brindis selectos; desde las burdas ventanas traslúcidas —mas no transparentes— de los regimientos romanos, hasta nuestra tecnología contemporánea, la arena fue el material que lo posibilitó todo. Detrás de todas esas vidas, fines y logros diversos, se encuentra alguna nagisa. La historia de todos estos milagros, comenzó igualmente con alguna playa de arena blanca en la que construir castillos resultó ser más que un juego.
La arcilla se transformó en vidrio, el vidrio se hizo espejo y en él pudimos vernos a nosotros mismos, insertos en el mundo. Parece ser que, en esto, Jesús se equivocaba: al final, no es tan necio el hombre que construye su casa sobre la arena. Si los hombres de Dios construyen sobre la roca sólida de la fe, los hombres de arena, los sandmen, que nos visitan por la noche para sumirnos en sueños, construyen maravillas donde se posan. Ambos narran milagros; pero en tanto unos los esperan, otros los realizan.
Si algún día quedara en mí dar nombre a alguien, atributo de poder y conocimiento, elegiría el de sueños de arena y lagañas. Elegiría las ‘playas sin fin’ rimbaldianas, desde las cuales zarpar en busca de ‘blancas naciones jubilosas’. Elegiría la vitrificación del devenir en la teoría o contemplación, como la que emprendió Georges Sand en su viaje a través del cristal. Elegiría arena blanca, producto de vida, desgaste y muerte. Elijo Nagisa.
*Adrián Flores Gallardo es matemático y filósofo de la ciencia. Realiza imagen científica, investigación y docencia en el Museo de Zoología de la Facultad de Ciencias y en el Posgrado en Ciencias Biológicas de la UNAM. Desde hace una década, colabora en la exploración morfológica de huevos de mariposas como sistema de caracteres en sistemática filogenética, especialmente a través de modelos geométricos.
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