Según la Fundación Mexicana para la Salud Hepática (FundHepa), la hepatitis C afecta en nuestro país a alrededor de un millón 600 mil personas, de las cuales el 85 % desconoce haber contraído el virus. Yo formaba parte de este último grupo hasta hace unos meses, ¿tú estás seguro de no tenerlo?
Mi intención al escribir estas páginas es traer a primer plano una enfermedad infecciosa que, pese a su gravedad y carácter epidémico, se mantiene, si no oculta, ignorada. Pese a que nombrar los problemas es el primer paso para darles remedio, la hepatitis C no sólo despierta todo tipo de temores sino implica grandes intereses económicos para los laboratorios y problemas sin fin para las aseguradoras y el sector salud del gobierno.
Para comenzar, quiero aclarar que al leer esto no se corre riesgo de contagio. Tampoco al besar, abrazar o compartir techo y comida con un enfermo. El virus solo se transmite por contacto sanguíneo. Por ello, la principal vía de contagio es la transfusión, seguida –aunque de lejos- por agujas y otros elementos punzocortantes compartidos con descuido. Rara vez, aunque llega a suceder, se transmite durante la relación sexual y de madre a hijo en el momento del parto.
Como gran parte de las personas infectadas, me enteré de que tenía el virus por mera casualidad, al hacerme una serie de análisis preoperatorios para una cirugía ocular. Recuerdo que de camino al laboratorio, me quejé del ayuno implicado en un trámite, según yo, innecesario puesto que en mis últimos análisis, practicados hacía menos de un año, casi todas las mediciones habían salido en rango normal. Sólo ciertas sustancias se hallaban unos puntos arriba de lo deseable, pero eran indicio, según dijera el médico, de un hígado graso, común en las personas mayores.
Lo que me preocupaba en ese momento era el dinero para la cirugía en puerta, pues aunque cuento con un seguro médico –negociado por la Sociedad Mexicana de Escritores (SOGEM) para sus agremiados- el deducible es alto para mi bolsillo. ¿Qué caso tiene pagar mes a mes un seguro barato en comparación con otros, pero inservible para los pequeños problemas de salud que enfrenta una persona razonablemente sana?, refunfuñé mientras la técnica llenaba con mi sangre tres frasquitos. “Persona razonablemente sana” era la forma en la que solía autodefinirme, no sin cierto orgullo. Llegar a los 65 arrastrando algunas molestias menores es natural, ¿o no?
Cuando los resultados llegaron por correo electrónico, los miré distraída. Estaba a punto de oprimir el botón que los reenviaría a la oftalmóloga cuando me detuvieron unas estrellitas que insistían en llamar la atención sobre las siglas AST/TGO, ALT/TGP y GGT. Me sonaban familiares por los estudios realizados meses atrás. Pero algo había cambiado. La distancia entre los rangos normales y los que ahora aparecían resultaba, a mi pobre entender, alarmante. Por decir una cifra: la gamma-glutamil transferasa (GGT), cuyo tope aceptable es de 64 unidades por litro de sangre, se hallaba en 249.
Me di a la búsqueda en el navegador de Internet: las siglas mencionadas se refieren a distintos tipos de transaminasas, enzimas que se encuentran normalmente dentro del hígado, cumpliendo funciones básicas para la buena marcha del metabolismo. Sin embargo, cuando hay daño hepático, éstas se lanzan al torrente sanguíneo. ¿Qué demonios me estaba pasando?
El médico al que acudí para averiguarlo leyó los estudios sin dejar ver el más mínimo gesto de preocupación. Lo observé con la atención que se pone en las aeromozas cuando el avión atraviesa una turbulencia. Y nada, solo dijo: “Quiero que te hagas la prueba de la hepatitis C”. Creo que entré en estado de shock porque no recuerdo haber sentido emoción alguna. Tampoco recuerdo cómo me despedí, bajé al laboratorio y pedí que me hicieran el estudio. Imagino que entregué la receta sin mencionar la enfermedad. La hepatitis C no formaba parte de mi vocabulario. Pertenecía a un mundo lejano, fuera del mapa de calamidades posibles dibujado en mi mente. De hecho, pensaba que no conocía a nadie que la padeciera.
Como es de imaginar, la prueba de la hepatitis C resultó positiva. O, para ser más exacta, el dictamen decía con todas sus letras “repetidamente reactiva”. Abrumada, me aferré a una leyenda esperanzadora que aparecía al pie en letras minúsculas: “La técnica de inmunoensayo enzimático para la detección de anticuerpos contra el Virus C de hepatitis se considera de escrutinio. La existencia de falsos positivos recomienda estudios de confirmación como la detección del RNA viral por técnicas de biología molecular”.
Me hice sacar sangre de nuevo. Esta vez, la muestra debía viajar a Estados Unidos. La espera me dio tiempo para casi olvidar el hecho. En el fondo pensaba que era imposible que estuviera contagiada dado que, según mi ignorancia, no había incurrido en práctica de riesgo alguna. Sin embargo, la mañana en la que recibiría el resultado, una chispa de cordura me hizo dudar: “Mejor prepárate para la posibilidad de que el estudio salga positivo”, me dije y salí a caminar con mi perra. No tenía la menor idea de lo que implicaría tener el virus, más allá de sospechar que sería preciso despedirme del vino rojo, que tanto me gusta.
El estudio no solo confirmó el diagnóstico sino que dio una cifra estratosférica de carga viral: 16 millones, 400 mil unidades por mililitro de sangre. Solo había que compararla con la cantidad normal: de 0 a 15.
Mi hermana Marcia, médica para mi suerte y la de toda la familia, me guió al hepatólogo.
Por él me enteré de varias realidades alucinantes. Intento aquí reproducir el diálogo:
-¿Desde cuándo sabes que tienes hepatitisC?
-Hará un par de semanas. De lo que no tengo idea es cuándo y cómo pude haberme contagiado.
-Yo te lo voy a decir. ¿Te han hecho alguna transfusión?
-Solo una pero era una niña de meses. Sé que me vacunaron, quizá contra la viruela, y tuve una reacción excesiva. Una tía me donó sangre…
-Ahí fue. Mucha gente a la que transfundieron antes de 1995 tiene hepatitis C. porque apenas entonces se identificó el virus y pudo detectarse en la sangre de los donantes.
Mientras yo trataba de digerir la información, el doctor trazó una gráfica del desarrollo del padecimiento: una larga línea horizontal en ligerísima subida mostraba las décadas que el virus puede mantenerse asintomático. Hasta que llega el día en que, de pronto, la evolución toma una definitiva vertical ascendiente, en cuyo tope –explicó el médico- se encuentran la cirrosis y el cáncer hepático.
Solo atiné a decir: ¡Ah!
-Pero tienes suerte –prosiguió el médico- ahora no solo se detecta sino se cura. Si lo hubieras sabido hace cinco o diez años, tendrías que haberte conformado con un tratamiento poco eficaz, con efectos secundarios desagradables. Ahora, en cambio, tenemos medicamentos de nueva generación que acaban con el virus en 3 meses, sin causar molestias. La mala noticia está en el costo del tratamiento. ¿Tienes seguro?
-Sí, pero el deducible es muy alto.
-¿Qué es muy alto?
-Treinta mil pesos.
El doctor sonrió ante mis parámetros: “Eso no es nada. El tratamiento cuesta 90 mil dólares”. Y escribió la cantidad en dólares y en pesos para que pudiera comprenderla.
-¡Ah!
-Mientras la medicina llega a México, tú ve viendo lo del seguro. Ahora quiero explorar tu hígado.
Una vez en la camilla, el doctor palpó con mano experta la zona derecha de mi vientre, justo debajo de la última costilla, al tiempo que comentaba: “No está mal. No se siente ni muy fibroso ni muy inflamado. De todos modos, hay que actuar rápido”.
Salí con una receta de Harvoni y dos encomiendas: hacerme otro análisis de sangre para averiguar el genotipo del virus y convencer a la aseguradora de que le correspondía pagar el tratamiento. El hecho de tener tareas precisas que cumplir impidió que me hundiera en un mar de emociones confusas.
Ansiosa por descifrar las palabras del médico, me sumergí de nueva cuenta en la red: Un virus (del latín, toxina o veneno) es un sub-micro-organismo que necesita de una célula para subsistir y multiplicarse, digamos que es un material genético envuelto en una capa proteica, sin vida propia. El de la hepatitis C mide entre 40 y 50 nanómetros (1 nm. equivale a una millonésima parte del metro), talla que por años impidió a los científicos identificarlo. Lo intuían al observar síntomas similares a los provocados por la Hepatitis A y B, pero al no lograr su aislamiento, lo llamaban por simple descarte virus de la hepatitis no A no B. Fue hasta 1995 que consiguieron verlo con la asistencia de un microscopio electrónico. Ahí estaba: una hebra sencilla de ácido ribonucleico, que puede presentarse en 6 cepas o genotipos, de las que surge la clasificación que lleva un número, acompañado en ocasiones por una letra que señala el subtipo: 1a, 1b, 2a, 2b…
La Organización Mundial de la Salud (OMS) asegura que de las aproximadamente 150 millones de personas que se encuentran infectadas, entre el 60 y el 70% presentan genotipos 1a y 1b. El genotipo 2 se da, en notoria menor proporción, en la mayoría de los países desarrollados, el 3 es común en el sudeste asiático y el 4 en Medio Oriente, Egipto (con la mayor tasa de enfermos a nivel global) y África Central. Los restantes afectan a un pequeño número de individuos en diversos puntos del planeta.
Saber cuál es el genotipo del paciente orienta las decisiones médicas. Por ejemplo, el que me habita es 1b y tiene muy baja respuesta al Interferón, único tratamiento del que se dispuso por largo tiempo y que ahora continúa empleándose combinado con Ribavirina. En cambio, reacciona muy favorablemente a los fármacos antivirales de acción directa, como el Harvoni. Tal certeza mantuvo mi ánimo en alto durante los largos trámites que exigió el seguro, recompensados por la final autorización.
Parecía que todo iba bien. Sin embargo, luego de ocho meses la medicina aún no llegaba a México. En el ínterin, me sometí a la cirugía ocular, encanecí al dejar el tinte por órdenes médicas, supe de varias personas (algunas cercanas) que compartían el virus y me dispuse a estudiar cuanto material hallé sobre la enfermedad. Así fue que me enteré de que el Harvoni circulaba ya en Estados Unidos, Europa y parte de Asia y África del Norte. La India, conocida como “la farmacia del mundo en desarrollo”, había logrado negociar la fabricación del fármaco en varios equivalentes genéricos, los cuales distribuye –a un precio de 700 euros– en una decena de países. Pero aquí las autoridades implicadas no acababan de llegar a un acuerdo que permitiera la comercialización del tratamiento y su inclusión en la Seguridad Social.
En el intento por comprender el embrollo en el que estamos metidos los enfermos de hepatitis C, di con el artículo “La bolsa o la vida”, del historiador y activista cordobés Pablo Martínez Romero, publicado en la revista El viejo topo (num. 325). El texto desgrana los mecanismos del conflicto, y aunque se refiere a España y al medicamento Sovaldi, resulta aplicable a mi situación y la de millones de personas en el mundo. Lo cito libremente:
Los responsables sanitarios del Ministerio y de las Comunidades Autónomas han restringido el acceso a los nuevos tratamientos contra el virus de la hepatits C (VHC) a los casos más graves, basándose en motivos presupuestarios y no en criterios médicos. El motivo no es otro que el alto precio con el que GILEAD, la multinacional farmacéutica propietaria de la patente, pretende comercializar el medicamento.
A pesar de que GILEAD parece haber alcanzado un acuerdo con el Ministerio de Sanidad para suministrar el tratamiento a 25.000 euros (en vez de los 60.000 que pedía en un principio), el precio continúa siendo abusivo y desproporcionado, si tenemos en cuenta que el costo real de producción del medicamento oscila entre los 50 y 100 euros por paciente.
De esta suerte, el techo de gasto de 125 millones para 2015 anunciado por el gobierno español solo alcanza para suministrar el medicamento a unas 5 mil personas, cantidad muy por debajo de las 30 mil que, según la Asociación Española de Estudios del Hígado, lo necesitan con urgencia.
Por lo pronto, Gilead se ha convertido en una de las empresas con mayor revalorización en la bolsa. Los analistas bursátiles esperan que los beneficios de Gilead suban un 457% en los próximos años con base en los beneficios de la venta de Sovaldi y Harvoni, otro medicamento de la farmacéutica, aún más caro que Sovaldi.
El artículo cierra con un llamado a la reflexión sobre la política criminal de una empresa que basa su beneficio en la extorsión con medicamentos que marcan la diferencia entre vivir o morir, privatizando las ganancias en manos de gestores y directivos de fondos multinacionales.
Ante la realidad descrita por Martínez Romero, miles de ciudadanos españoles han creado la Plataforma de afectados por la hepatitis C con el fin de presionar al gobierno para que atienda, por igual, a toda la población necesitada y no únicamente a los más graves. Las movilizaciones realizadas en todo el país llevaron ya el problema a la atención pública, pero todavía no logran el cumplimiento de sus demandas.
Para dar una dimensión humana a la lucha de la Plataforma, comparto fragmentos del testimonio de una de las participantes:
“Tenía 12 años cuando noté algo raro por primera vez. Estaba muy cansada, pero no era un cansancio normal, el que se siente tras una actividad intensa. Era más bien una insoportable falta de energía. Han pasado 54 años desde entonces, en los que logré estudiar dos carreras, trabajar y criar a tres hijos. Pero esa falta de energía me ha acompañado siempre. A los 48 pude al fin ponerle nombre: hepatitis C.
Los últimos años han sido complicados: una cirrosis, una encefalopatía derivada de la degeneración hepática que me sumió durante meses en una gran confusión mental, una larga espera hasta lograr un trasplante de hígado y cinco meses de hospitalización por complicaciones posoperatorias.
Trece meses después, siento que he vuelto a nacer. Pero el virus se ha reactivado y, feliz de encontrar un hígado nuevo y sano al que atacar, está actuando otra vez. Confío en que la sanidad pública me administre los medicamentos de última generación. Una larga espera podría resultar fatal y absurda para las arcas de un Estado que tanto dinero ha gastado en mi curación.”
El eslogan de la Plataforma: “los recortes (presupuestarios) matan” no podría definir mejor la situación. Quienes se ven privados de los tratamientos, se sumarán tarde o temprano a las filas de pacientes que esperan un trasplante de hígado, única salida –arriesgada e igual o más costosa que los antivirales directos- para los pacientes que sufren cirrosis avanzada. Y el colmo de esta especie de condena es lo que recoge el testimonio: los enfermos que tienen la suerte de conseguir un trasplante, verán su nuevo hígado infectado si no se ha combatido el virus frontalmente.
En México, estamos lejos de alcanzar una organización similar a la Plataforma. Algunas asociaciones médicas se esfuerzan por colocar la hepatitis C entre las prioridades de la agenda gubernamental, sin conseguir aún resultados visibles. Mientras tanto, han enfilado baterías hacia la divulgación del problema. La extendida ignorancia sobre la enfermedad no solo impide sumar fuerzas al reclamo sino propicia que la infección, en medio de prejuicios y estigmas, continúe propagándose,
El pasado 28 de julio, Día Mundial contras las Hepatitis, un movimiento encabezado por FundHepa, la Asociación Mexicana de Hepatología, Hepatos Aión, A.C., Unidos por una Vida Mejor, A.C. y Grupo Amigos del Hígado (Amhigo), emprendió la campaña “Hablemos de la hepatitis C”. En el boletín periodístico sobre la propuesta, Lucía Brown, directora de proyectos de FundHepa afirma que un gran número de mexicanos cuenta hoy en su haber con alguno de los factores de riesgo de contagio, entre otros: transfusiones previas a 1995, tatuajes y piercings, procedimientos dentales o tratamientos de belleza con material contaminado. “Ante la duda, concluye el hepatógo Enrique Wolpert, debemos acudir a realizarnos la prueba.”
Aunque de inicio pensé que resulta inútil hablar de la Hepatitis C, e incluso saber que la padeces, si no tienes acceso al tratamiento que podría curarla, al cabo no pude más que aceptar los beneficios de la campaña.
Si sabes que padeces VHC, tienes la oportunidad de:
1) Ir al médico y enterarte de cómo está tu hígado
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- , cuál es tu genotipo y qué opciones tienes. Tal vez, los tratamientos que hay en el mercado y en el sistema de salud son los que precisas para curarte. Si no, al menos puedes estar al pendiente de que llegue a México el que tú necesitas.
2) Asumir que eres portador de una infección grave. De este modo puedes cuidar a quienes te rodean. Quizá ellos decidan hacerse la prueba, además de evitar compartir utensilios como cepillos, navajas de afeitar y tijeras. También puedes alertar a tu dentista, los trabajadores del salón de belleza y cualquier otra persona que te brinde servicios en los que se utilizan instrumentos punzocortantes.
3) Utilizar condón en relaciones sexuales donde haya o pueda haber sangrado.
4) Cubrir tus heridas con tiras adhesivas.
5) Cuidar tu hígado, lo que implica quitarle todo esfuerzo añadido al que ya despliega para defenderse del virus. En términos cotidianos, esto implica:
i) No beber una gota de alcohol
ii) Dejar de teñirte el pelo. Todas las tinturas son altamente hepatotóxicas.
iii) Vacunarte contra las Hepatitis A y Bd
iv) Huir de las grasas
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- y comer, en cambio, abundantes frutas y verduras.
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- v) Poner atención a los fármacos que tomas.
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Una sustancia de apariencia tan inocente como el paracetamol es una minibomba para el hígado.
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- Lo mismo sucede con muchos de los productos “naturales”. El extracto de té verde, por ejemplo, utilizado como antioxidante y auxiliar para bajar de peso, puede causar falla hepática fulminante.
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vi) Descansar lo suficiente,hacer un poco de ejercicio y practicar lo que esté a tu alcance para combatir el estrés.
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- Una vez que sabes de tu enfermedad, comprendes el motivo del cansancio que probablemente te acompaña. El hígado, entre otras tareas vitales, se encarga de almacenar y poner a la disposición del organismo la energía de las vitaminas y otras sustancias, pero no puede hacerlo al cien si debe presentar batalla contra una infección, menos aún si ya presenta daño. Forzarlo a dar más de lo que puede le impide cumplir con su maravillosa capacidad de regenerase.
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6) Informarte, dudar de lo que aquí digo y averiguar por tu cuenta.
7) Compartir tus conocimientos y experiencias, y quizá, ¿por qué no?, ser semilla de un movimiento que presione al gobierno para que tome cartas en el asunto.
8) Entrar en contacto con algún grupo de apoyo. En México, es posible acudir a:
Grupo de Apoyo a Pacientes “Amigos del Hígado”
www.amhigo.com
correo: contacto@amhigo.com
Fundhepa (Fundación Mexicana para la Salud Hepática)
www.fundhepa.org.mx
correo: informate@fundhepa.org.mx
Fundación Hepatos Aión
www.worldhepatitisalliance.org/en/member/fundacion-hepatos-aion-ac
correo: hepatos.aion@gmail.com
Mexicali Grupo Unidos por una vida mejor A.C.
Correo: micastellot@hotmail.com
Una tarde asistí a uno de estos grupos. Quería estar con mis pares, saber cómo la iban pasando. Hallé a unas 15 personas, acompañadas en su mayoría por un familiar. Me sorprendió ver gente joven, aunque, ciertamente, más de la mitad rebasábamos los 50.
Bajo la coordinación de una psicoterapeuta, la voz pasaba de uno a otro, atrayendo la atención colectiva a historias de lo más diversas. Del total de enfermos, solo un hombre y una mujer habían logrado “negativizar” al virus. Ella se sometió a un tratamiento triple –interferón, rivavirina y otra sustancia cuyo nombre no retuve- cuyas graves molestias, resistió, según dijeran los demás, con gran valentía.
El resto no había corrido con tan buena suerte. En especial, aquellos que se enteraron de la infección por síntomas de un hígado con alto grado de fibrosis. Dos de estas pacientes intercambiaron experiencias relacionadas con la ligadura de várices esofágicas, causantes de sangrados que es preciso detener. Hablaban del asunto con la calma que puede llegar a desarrollarse en las enfermedades crónicas bien llevadas.
“Somos guerreras”, comentó una mujer a la que el padecimiento ha dado alas para terminar la primaria. Con un brazo enyesado por una caída, nos contó de su inmediata reacción de alertar sobre su condición a quienes la ayudaron. Pero en la clínica resultó que ella sabía más de la hepatitis C que los médicos. Le recetaron potentes analgésicos que ella decidió no tomar.
Cuando me llegó el turno, quise abreviar mi caso. Me daba pena hablar de la ansiedad que me causaba el saberme avanzando en la línea de evolución de la enfermedad, en cuyo extremo de gravedad se hallaban varios de ellos. Minutos antes, una mujer recién llegada al D.F., se había echado a llorar al contarnos que los médicos de su pueblo no hallaron mejor opción que desahuciarla. Ante lo cual, por supuesto, el grupo cerró filas para levantar su ánimo. No sólo la terapeuta, quien le ayudó a ver las alternativas que se abrían ahora frente a ella, sino también un muchacho:
“Sal a caminar –le dijo-, a tomar el solecito. Cada día es un regalo”.
Fue una sesión de intensos aprendizajes. No es lo mismo leer sobre la falta de acceso a los nuevos medicamentos que convivir con personas que sufren el efecto de la voracidad de los laboratorios y la ineficacia de nuestro sistema de salud, aunque lo hagan con una asombrosa capacidad de resiliencia. Salí triste y furiosa.
Me vino a la mente la película basada en la obra de teatro Un corazón normal, de Larry Kramer, sobre el primer grupo de hombres homosexuales que se atreve a exigir fondos para investigar y hallar la cura del SIDA, entonces considerado una extraña forma de cáncer. Corren los años 80, la homofobia es el pan de todos los días y a nadie –salvo a la doctora Emma Brookner- le interesa detener lo que está convirtiéndose en una fatal epidemia. En cierto momento, el personaje representado por el actor Mark Ruffalo es expulsado a rastras de la alcaldía mientras grita desesperado: “Es una emergencia nacional, ¿por qué nadie hace nada? ¡Nos estamos muriendo!”
“Ya llegó”, fueron las escuetas palabras del médico. No es el Harvoni, cuyo laboratorio se niega a entrar a México –lo mismo que a Brasil, China, Colombia, Turquía y otros países- por temor a que se fabriquen genéricos que le hagan sombra bajando los precios, sino el Viekira Pak, de la farmacéutica Abbvie. “Resulta un poco más barato, cuesta 840 mil pesos”.
Cuando me repuse del sobresalto, corrí a investigar sobre la medicina que promete eliminar la infección. El Viekira Pak es un tratamiento conformado por cuatro fármacos –evito los nombres impronunciables- que actúan directamente sobre el virus, en particular, sobre aquel del tipo 1. En la presentación se aclara que si el hígado presenta fibrosis avanzada, es decir, cirrosis, el tratamiento puede ser reforzado con Ribavirina.
Como presuponía que no era mi caso, pasé de largo el detalle. Basaba mi despreocupación en el diagnóstico del médico: “tu hígado no se siente ni muy fibroso ni muy inflamado”. Pero otra vez por azar, me vi frente a una nueva realidad.
Me urgía despejar ciertas dudas sobre el tratamiento y mi hepatólogo se hallaba de viaje, de modo que acudí a consultar a una colega suya. Luego de un breve interrogatorio, la doctora me pidió los últimos estudios. Cuando vio que correspondían a ocho meses atrás, sacudió la cabeza y dijo:
“Necesito que te hagas mañana unos análisis de sangre y una elastografía (novedosa técnica que mide la elasticidad y la consistencia de los tejidos). Qué bueno que ya estás tomando Viekira Pak pero acabar con el virus es solo una parte del problema.”
Los resultados dictaminaron que aunque mi hígado ha recuperado su buen funcionamiento -las famosas transaminasas se encuentran en rango normal-, presenta fibrosis 4, condición que se conoce como cirrosis compensada. Es lógico: durante incontables años, el virus –con el fin de multiplicarse- se ha dedicado a destruir células hepáticas que quedaron como cicatrices.
Hoy, sin embargo, semanas después de los análisis y justo a la mitad del tratamiento, la carga viral ha disminuido a 17 unidades por ml. de sangre, cantidad cercana al óptimo y deseado resultado: “no detectable”. Es de esperar, dicen los médicos, que una vez que el Viekira Pak haya eliminado al virus, el hígado se desinflame y mejoren, poco a poco, las condiciones en que lo ha dejado la larga batalla contra la infección.
La llegada del nuevo fármaco también me hizo saber del persistente conflicto a escala social. El doctor José Antonio Mata Marín, infectólogo del hospital La Raza, del IMSS, adelanta en una nota publicada hace un par de meses en La Jornada, que el Viekira Pak, pronto estaría disponible en México para su venta al sector privado. No aclara cuándo llegará a las instituciones públicas, se limita a informar que, por el momento, la tasa de curación con las medicinas existentes es del 40 % para el genotipo 1, el más frecuente en el país, a diferencia del 95 % o más que ofrece el Viekira Pak.
Y remata: “Los pacientes que no responden al tratamiento convencional de Interferón y Ribavirina tendrán que esperar. Y debo decir que al hospital de La Raza llegan aproximadamente tres pacientes con hepatitis C a la semana, más de 10 al mes” .
De este modo, aunque aquí termina el escrito, el combate contra la hepatitis C apenas comienza. La gran mayoría de los enfermos, sin acceso a un seguro privado y con un tipo de virus resistente a los fármacos que existen en México, “tendrá que esperar”. La pregunta es cuánto tiempo. Porque mientras las autoridades regatean con los laboratorios y deciden la partida presupuestaria que darán (si acaso dan alguna) a la atención de la epidemia, el mal avanza en cada paciente desprovisto del tratamiento adecuado.
La realidad no llama al optimismo: el proyecto de presupuesto de la Secretaría de Hacienda para 2016 reduce en 5 mil 181 millones 710 mil pesos el gasto en salud. Si bien, entre los programas previstos (vacunación, prevención del obesidad y control de la diabetes), se encuentra el de la vigilancia epidemiológica, éste sólo se ocupa del registro de casos con el fin de “orientar la toma de decisiones para la puesta en marcha de programas específicos”.
Por otra parte, hay que considerar que –según el Informe del Consejo Nacional para la Evaluación de la Política de Desarrollo Social (CONEVAL)- el 62 % de la población no cuenta con seguridad social. Las personas sin afiliación a las instituciones de salud públicas (IMSS, ISSSTE y Pemex, entre otras), pueden acudir al Seguro Popular. Dicha instancia cubre en teoría las enfermedades cuyo tratamiento es tan costoso que amenaza con empobrecer a cualquier familia.
Pero según el reportaje de Margarita Vega publicado en Animal Político, del 2012 a la fecha, el Seguro Popular solo ha financiado cinco casos de hepatitis C. La razón de este paupérrimo desempeño es que sólo cuenta con dos unidades acreditadas para atender la enfermedad, una en el D.F. y otra en Sinaloa. Los pacientes de otros estados del país pueden acudir a hospitales públicos cercanos a su casa, pero al no estar acreditados por el Seguro Popular deben pagar el alto costo del tratamiento, si acaso está disponible.
Lo cierto es que habrán de pasar décadas antes de que se erradique la epidemia, pues aunque el número nuevos casos disminuya por el creciente control de los bancos de sangre, el virus continuará propagándose por otras vías mientras no se implementan campañas masivas de información y se abra el acceso a los nuevos antivirales.
Cabe imaginar que llegará el día en que la hepatitis C –hoy una infección previsible y curable- sea solo un mal recuerdo. Tarde o temprano, los tratamientos bajarán de precio al producirse nuevos fármacos que establezcan una mayor competencia entre laboratorios. Además, se inventará la vacuna, verdadero punto de quiebre para las enfermedades infecciosas. El problema es que para el millón y medio de personas infectadas en México, a las que se suman alrededor de 20 mil al año, el reloj corre en su contra.
3 Comentarios
Así como en el caso de la autora del artículo, mi madre padeció esta enfermedad. Como se ha mencionado, el sistema ineficiente de salud tardó casi un año en dar un diagnóstico completo de su estado. En él, dijeron que su enfermedad había alcanzado la cirrosis y el tratamiento con Interferón y Rivavirina ya no le podía ser administrado. Fueron cinco años de vivir con los embargues que produjo la enfermedad: encefalopatías, ascitis, infecciones recurrentes porque sus sistema inmunológico se debilitaba cada vez más, hasta que sus órganos, cansados de trabajar diario, se detuvieron.
Creo desde mi perspectiva que el caso de mi mamá es uno de esos donde el rol administrativo-económico fue el que definió si dar o no el tratamiento convencional. Es impresionante observar cómo los médicos de distintas instituciones se vuelven cómplices de estos actos, puesto que su desempeño debería estar basado en el mayor bien para el paciente.
Me gustaría, por otro lado, participar para informar o ayudar de alguna forma a las personas que tienen la enfermedad o a los familiares que acompañan a sus enfermos. Es un camino largo y es menos difícil si alguien nos acompaña.
Mara, imagino lo duro que fue acompañar a tu mamá en este doloroso proceso; siento mucho que hayas tenido que vivirlo. Pero tus ganas de ayudar de alguna manera son muy valiosas. Acércate a alguna de las asociaciones que menciona el artículo. Tal vez puedas unirte a alguna campaña informativa o encuentres algún otro modo de colaborar a la erradicación de la enfermedad. Saludos, Berta
Mara,
Lamento mucho lo sucedido con tu mamá. Mi mamá a penas recibió el resultado que esta infectada con el virus, fuimos al IMSS y a penas comenzamos este camino que mencionas para diagnosticarla (nos dicen que necesita muchos estudios, pero de la clinica familiar no hemos pasado). Espero estemos a tiempo de lograrlo!.
SAludos!