La carrera de Valente Centella nació de una feliz casualidad aunada a una necesidad imprevista. Para decirlo en una palabra: ha sido resultado de una causalidad, que es otra manera de nombrar a la serendipia.
Este hallazgo vocacional lo podemos rastrear fácilmente en el diario del propio Centella, que apareció en una de sus gavetas donde guarda los resultados de sus primeras investigaciones y que ahora transcribo:
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… Como agente remiso del Canapé (Cámara Nacional de la Pesquisa) me topé de frente con el primer caso de mi carrera como detective literario independiente. Ni más ni menos se trató del misterioso asesinato del célebre crítico Wenceslao Bosque-Yermo, quien semana a semana fustigaba con su pluma a narradores y poetas por igual, siendo fiel a su teoría de que “hay que tratar de cortarle las alas a todos por igual; los que logren volar traerán alas de sobra”.
El cuerpo sin vida de quien fuera crítico temido e improbable académico de la lengua fue encontrado con manchas violáceas en todo el cuerpo y rigor mortis extremo hace unas cuatro horas, después de que mandó su última colaboración al semanario literario El Imparcial (aquí entre nos un nombre harto contradictorio).
Como había elecciones para delegados nacionales en el Canapé, el Comisario Alfonso Reyes me llamó para ver si estaba en disposición de tomar el caso. Llegué al estudio de Wenceslao Bosque-Yermo a eso de las 16:17 donde la forense Florencia Nipío acababa de hacer su observación preliminar, aventurando la opinión de que se trataba de un ataque de asfixia natural, siendo que no había ninguna arma letal ni heridas fatales en la geografía y en los alrededores del cadáver. Sobre el color violáceo que presentaba el cuerpo, Florencia propuso la teoría de algún mal circulatorio, que debería confirmar un especialista en cardiología.
Francamente me pareció demasiado frágil ese dictamen, aunque habría que esperar a la autopsia que Florencia Nipío procedería a realizar de inmediato, una vez que yo asegurara el perímetro del gabinete del fallecido para una investigación exhaustiva.
Le hice una rápida entrevista a Juana Inés, la hija y asistente de Wenceslao Robles-Yermo, quien había descubierto el cadáver de su progenitor en tan lamentables condiciones, y llamado a las autoridades correspondientes. Quedé de ver más tarde a la muchacha, una vez que se alejara del lugar del crimen el ajetreo policíaco, mientras me pregunté cómo habría logrado semejante carcamán concebir tan bella criatura.
En el trayecto a mi oficina me acordé de la filiación lopezvelardiana del malogrado y acudí al Diccionario en busca de una pista. Debido a un error fortuito no abrí el diccionario sino el Ficcionario Literario de un investigador metafísico de nombre Gonzalo Lizardo, quien presenta un acucioso estudio musical de uno de los poemas emblemáticos de Ramon López Velarde: “mi corazón leal se amerita en la sombra.”
El ritmo del poema hizo resonar en mí los ecos provincianos de mis primeros estudios cuando la cruel carrera logarítmica de mi corazón era estimulada por ávidas mareas y eterno oleaje como bien escribió el vate zacatecano. Pero estas resonancias juveniles no se remitieron solamente a un recuerdo poético, sino que me dieron la clave para adivinar la causa de la muerte de Wenceslao, de la que yo ya sospechaba. Solamente me faltaba aportar la prueba y localizar al culpable.
Más tarde, en el conocido tugurio 10 Cañones por Banda, mientras degustaba un mezcal arribeño de alto octanaje empezaron a llegar a mi memoria algunos de los versos del poema que acabaría dándome la llave para la solución de este caso.
Mi corazón leal, se amerita en la sombra.
Yo lo sacaré al día, como lengua de fuego
que se saca de un ínfimo purgatorio a la luz…
Mi corazón, leal, se amerita en la sombra.
… yo me lo arrancaría
para llevarlo en triunfo a conocer el día,
los astros, y el perímetro jovial de las mujeres.
Mi corazón, leal, se amerita en la sombra…
Asistiré con una sonrisa depravada
a las ineptitudes de la inepta cultura,
y habrá en mi corazón la llama que le preste
el incendio sinfónico de la esfera celeste.
Como me suele suceder en circunstancias similares brindé conmigo mismo por el éxito mnemotécnico alcanzado y regresé de inmediato al sitio del deceso y del probable crimen. El sitio seguía bajo vigilancia policíaca, y lo único que faltaba desde la última vez que había estado ahí era el cuerpo engarrotado y violeta de Wenceslao.
Horas más tarde logré localizar el objeto que buscaba. Más bien el hueco del objeto que el asesino no había podido eliminar. Se trataba de un antiquísimo manuscrito con las primeras fórmulas alquímicas de Teofrasto Paracelso que culminaban en su frase más conocida: “nada es veneno, todo es veneno; el secreto está en la dosis”. Dicho manuscrito faltaba en el atril de honor de la biblioteca de Wenceslao, que seguramente fue sustraído por el asesino. Imaginé que en su prisa por escapar del sitio del delito, el criminal no se había percatado que el crítico tenía una lista pormenorizada de todas las obras que componían su acervo literario, encabezada por el ausente manuscrito y que encontré en el primer anaquel del estudio. Aunque la pista era endeble en apariencia, mi intuición me dijo que sin duda me encontraba frente a un caso de asesinato. Lo único que faltaba ahora era encontrar al autor y al móvil del crimen.
Busqué en sus aposentos a Juana Inés.
La muchacha vestía un luto compungido, que hacía resaltar su lánguida hermosura. Me confirmó que su padre tenía un problema de arritmia cardiaca y que en la tarde de su súbito deceso lo había visitado su cardiólogo, el doctor Severiano Latefuerte quien desde hacía una década por lo menos se había convertido en médico de celebridades, desde que había dado a conocer su método de remedios circulatorios en una revista del corazón.
De vuelta en 10 Cañones por Banda, esta vez frente a un caballito de mezcal ligeramente añejado, me dejé invadir por el ritmo heptasílabo del poema de López Velarde: mi corazón leal se amerita en la sombra, que junto al filoso sabor de la bebida me hizo entrar en una especie de trance del que me sacó la pregunta del mesero.
-¿Le sirvo otro alacrán?
Respondí mecánica y afirmativamente para regresar al estado de obnubilación que me estaba conduciendo a resolver el crimen, cuando el nombre del elixir me dio la pista definitiva.
Salí apresuradamente del bar para acudir a los separos forenses donde Florencia Nipío terminaba de practicarle la autopsia al cuerpo violáceo de quien había sido en vida el temido crítico Wenceslao Bosque-Yermo. Como había supuesto, la única irregularidad anatómica que Florencia había encontrado era un microscópico orificio a la altura del miocardio, prácticamente inexistente.
Sólo me faltaba confirmar mi hipótesis con un dato adicional. En la Biblioteca Nacional consulté los últimos artículos de Wenceslao publicados en El Imparcial. Me llamó poderosamente la atención un texto particularmente insidioso contra un no tan novel poeta que se sentía premio Nobel prematuro, y que firmaba como Sisto Leduc. La colección de versos que había publicado en una plaquette con el sugerente título de “Microdosis de Vida o Muerte” y que había comentado Wenceslao con singular ponzoña, efectivamente parecía merecer los juicios lapidarios del crítico. Sólo me fue suficiente leer los poemínimos iniciales para coincidir con Bosque-Yermo, que había calificado la publicación como una “microdosis de talento”.
Mi técnica amatoria
tiene una obsesión circulatoria
El otro ejemplo de mi lectura tampoco carece de desperdicio:
Sea chaparra o sea alta
cuando una muchacha me mira
su pulso se sobresalta
Aunque había renunciado oficialmente a la corporación, me identifiqué como agente activo del Canapé en El Imparcial para consultar sus archivos. Como había imaginado, en el seudónimo de Sisto Leduc se ocultaba ni más ni menos el nombre de Severiano Latefuerte, además que sus temas poéticos no tenían otra relación que la del corazón y su mecánica. Para este momento ya había consultado las investigaciones de Severiano, que en mucho se basan en el veneno del alacrán azul y sus dosis de “vida o muerte”, como las había definido el cardiólogo.
Ni siquiera tuve que ir personalmente a hacer la detención del doctor Latefuerte. Una vez que le aporté al Comisario Alfonso Reyes los elementos de mi investigación, el Canapé no tuvo el menor problema de apuntalar la hipótesis de que el asesinato de Bosque-Yermo obedecía a una venganza literaria-circulatoria.
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Hasta aquí los apuntes de Valente Centella. Posteriormente se supo que Valente cortejó con éxito a la bella Juana Inés con la que casó, heredando la biblioteca de su padre con todo y el libro de Paracelso. Gracias a ello pudo ir haciéndose con los años de una sólida reputación como Detective Literario independiente, en la que supo combinar la ciencia y la poesía como las dos caras de una misma moneda.
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